Tamara Rojo, la estrella de las piruetas

CUENTO: CHARO MARCOS / CRISTINA CAMPO | ILUSTRACIÓN: TUTTI CONFETTI

Todos los días al salir del colegio, Tamara merendaba viendo El Kiosco. Cuando Tamara tenía seis años solo había un canal de televisión, así que todos los niños se comían el bocadillo después del cole viendo el mismo programa. En El Kiosco pasaban muchas cosas y siempre había música: a Tamara le fascinaban las pequeñas bailarinas que se movían por el escenario al ritmo de las canciones más famosas de la época. Lo que más le gustaba eran sus piruetas.

—Quiero aprender a bailar como ellas— le dijo un día a su madre.

Y así empezó todo. La mamá de Tamara averiguó que las niñas de la tele ensayaban con un bailarín muy famoso que, por suerte, tenía una escuela en Madrid a la que se apuntó. Tamara supo enseguida que el ballet exigía algo más que practicar dos veces por semana después de clase y que si quería ser bailarina cuando fuera mayor, debía dedicarse a ello con todas sus fuerzas. Tenía once o doce años y eso fue lo que hizo.

Un montón de horas de clases y ensayos la llevaron a ganar la medalla de oro en un certamen internacional en París. Aquello cambió su vida: cuando terminó el concurso le ofrecieron bailar en Inglaterra, un país con grandes compañías de danza. Tenía veintidós años y apenas hablaba inglés, pero pronto se convirtió en bailarina principal, el puesto más importante del cuadro de baile gracias, sobre todo, a aquellas piruetas que tanto le gustaba ver de pequeña y que, ya de mayor, le encantaba practicar porque le ayudaban a soñar.

Tamara vivía en Londres y se dedicaba a la danza por completo así que, cuando se sintió preparada, llamó al director de una de las mejores compañías de baile clásico del mundo.

—Soy Tamara Rojo y quiero ser su primera bailarina— le dijo.

Meses después recibió la respuesta que esperaba:

—Contamos contigo.

Como estrella principal de aquella compañía, Tamara recorrió el planeta interpretando las obras más importantes de la danza junto a estrellas como Alicia Alonso y Maya Plisetskaya, que son como las Ronaldo y Messi del ballet.

Pero la carrera de una bailarina suele ser muy corta, así que Tamara decidió ponerse a estudiar para no tener que alejarse nunca de lo que más le gustaba hacer. Aprovechaba los descansos entre los ensayos o sus largos viajes para prepararse y así, además de seguir siendo la figura principal de su grupo de baile, Tamara se convirtió en directora artística de otra de las grandes compañías de la danza. Ahora no solo ayuda a los bailarines a hacerlo mejor sobre el escenario, sino que también se preocupa porque coman bien y su cuerpo no sufra con tanto ejercicio.

Tamara es pequeñita. Tiene el pelo oscuro y los ojos enormes y ha aprendido de los actores de teatro a usarlos cuando baila. No le gustan mucho los tutús, sobre todo sin son de color rosa, prefiere uno negro que se pone siempre que puede. Tardó un año en conseguir que su madre le comprara el primero. Pero se esforzó para demostrarle que lo suyo iba en serio. Menuda era Tamara.

Y así fue como, con mucho esfuerzo y trabajo, Tamara Rojo se ha convertido en una de las bailarinas más admiradas y respetadas en todo el mundo.

Soy Tamara Rojo y quiero ser su primera bailarina»
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La protagonista

Tamara Rojo, bailarina

Nació en 1974 en Montreal, Canadá, donde trabajaban sus padres. Su familia volvió a España cuando cumplió cuatro meses. Es bailarina principal y directora artística del English National Ballet en Londres.

Egeria, una aventurera del siglo IV

CUENTO: ANGÉLICA RUIZ | ILUSTRACIÓN: TUTTI CONFETTI

Hubo una vez una niña que se llamaba Egeria y que vivió en la época de los romanos, en el norte de España, en la zona de El Bierzo, al lado de Galicia. Allí vivían muchos monjes que aprovechaban la paz del entorno para rezar y meditar.

Egeria escuchaba a los religiosos leer pasajes de la Biblia, y empezó a sentir curiosidad por comprobar cómo serían aquellos lugares bíblicos de Oriente que se describían en las lecturas. Pero, claro, Oriente estaba a meses de viaje atravesando el Imperio Romano y cruzando el Mediterráneo. Además, resultaba muy peligroso: el viaje estaba salpicado de bandoleros, e incluso, los que eran cristianos como ella, podían acabar ajusticiados porque su religión estaba prohibida.

Unos años después, los cristianos dejaron de estar perseguidos y la ruta se hizo un poco más segura, de modo que decidió arriesgarse y comenzó su periplo desde una punta a otra de aquel inmenso territorio.

 

Arrancó en su pueblo, rodeado de encinas y ríos, atravesó sendas y caminos hasta llegar a la vía que unía Hispania con Italia. Allí tomó un barco hasta los confines del Imperio romano en Constantinopla, cruzó luego el desierto y finalmente, cuando llevaba más de medio año de viaje, subió a «la montaña santa del Sinaí, toda ella tan pedregosa que no crece ni un arbusto».

Egeria decidió compartir su experiencia con aquellos amigos y familiares que se quedaban en su tierra. Uno de los pocos sistemas de comunicación de la época eran las cartas y así, la viajera, empezó a describir en ellas su ruta.

Egeria llegó a Jerusalén, la tierra santa, y visitó Mesopotamia y parte de Asia. No sabemos si volvió a su tierra natal porque en la última carta decía:

«Señoras mías: dignaos tenerme en vuestra memoria, tanto si continúo dentro de mi cuerpo, como si, por fin, lo he abandonado».

 

Como soy un tanto curiosa, quiero verlo todo».
Egeria

Y así fue como Egeria se convirtió en la primera mujer escritora de viajes en España. Es un ejemplo de cómo la curiosidad es una virtud capaz de animar al ser humano a iniciar tareas titánicas.

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La protagonista

Egeria

Viajera y escritora
Nació en la provincia romana de Gallaecia, en la zona actual de El Bierzo, en el siglo IV

Ángela Ruiz Robles, la inventora de la primera ‘tablet’

CUENTO: RUTH PRADA | ILUSTRACIÓN: JAVIER TASCÓN

Cuando Angelita era una niña, ir a la escuela era un tormento. Los maestros decían que «la letra con sangre entra» y castigaban a los alumnos que no conseguían memorizar listas interminables de nombres. Ella soñaba con un mundo en el que aprender fuera una diversión y los niños estudiaran felices. Por eso se hizo inventora y maestra.

Angelita tuvo tres hijas. Cuando se iban a la cama por las noches oían el repiqueteo de la máquina de escribir de su madre. De día daba clases a las niñas y los niños del pueblo y cuando cerraba la escuela, enseñaba a leer a los padres porque en aquellos tiempos mucha gente era analfabeta. De noche, al calor de una lámpara, en la cabeza de Angelita estallaban inventos como en una bolsa de maíz explotan palomitas.

Sesenta años antes de que saliera la primera tablet, Angelita inventó un asombroso ‘libro mecánico’ que se podía leer en vertical y en horizontal. Si Steve Jobs lo hubiera visto se habría quedado con la boca abierta: la superficie se podía iluminar para leer en la oscuridad y tenía una pantalla donde era posible escribir y dibujar. Cuando ponías un dedo en ella, ese punto se iluminaba y se abría otra información: el abuelo del link. Para que las personas con dificultades de visión pudieran leerlo, incorporó una lente de aumento: la abuela del zoom. El aparato tenía forma de maletín y en los laterales se podían intercambiar bobinas con las diferentes asignaturas: los parientes lejanos del CD y el USB.

En el ‘libro mecánico’ todas las asignaturas estaban en el mismo dispositivo para que los niños no tuvieran que cargar carteras llenas de libros. Además, los contenidos que se quedaban antiguos se podían actualizar. Y todo lo consiguió Angelita utilizando la precaria tecnología de su tiempo: gomas elásticas, plástico y electricidad.

Todo el conocimiento cabía en ese precioso libro-maletín lleno de dibujos que daba forma al sueño de Angelita. Gracias a su invento, aprender nunca fue tan divertido

 

"Ya que traemos niños al mundo, nuestra obligación es hacerles la vida más fácil», decía siempre esta maestra ultramoderna.

Y así fue como Angelita, en su afán por hacer que los niños disfrutaran aprendiendo, inventó el primer libro mecánico muchos años antes de que existieran las tablets.

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La protagonista

Ángela Ruiz Robles

Inventora y maestra
Nació en Villamanín, León, en 1895

Rebeca, la mejor amiga de los chimpancés

CUENTO: MONTSERRAT DOMÍNGUEZ | ILUSTRACIÓN: LUPE CRUZ

A Emily le picaba la cabeza. ¡Piojos otra vez! Lo malo es que estaba enfadada con su familia, y no le apetecía pedirle ayuda a nadie para liberarse de ese tormento. Que te pique la cabeza es lo peor: no puedes pensar en otra cosa.

Paseando por el bosque, Emily se fijó de nuevo en esa chica pálida y delgada que parecía muy tímida: siempre estaba por ahí, observando, aunque nunca se acercaba adonde ella y sus hermanos jugaban cada tarde. Tampoco hablaba su mismo idioma, así que no tenía muy claro si era maja o no. Finalmente, decidió darle una oportunidad. Y aunque le costó entenderse con ella, la chica comprendió lo que Emily quería y empezó a buscarle y a quitarle las liendres.

Desde ese día se hicieron amigas, y Rebeca, que así se llamaba la chica pálida, empezó a juntarse con Emily y su panda. Un día Rebeca les presentó a Kutu, que era grande y fuerte, pero un poco raro y serio y no podía jugar, saltar ni trepar a los árboles tan ágilmente como el resto. Tenía una herida bastante fea en la pierna, y era Rebeca quien le curaba todos los días.

A Emily lo que más le gustaba del mundo era trepar a los árboles. Una tarde se quedó medio adormilada en una rama. De repente, escuchó un grito de terror. Una pandilla de matones estaba asustando a Rebeca. Emily se enderezó y a punto estaba de bajar para ayudar a su amiga, cuando escuchó un rugido feroz. Era Kutu, que se había plantado delante de los acosadores y protegía con su enorme cuerpo a Rebeca. Se echaron a temblar, los muy gallitos, y salieron corriendo.

Tiempo antes, muy lejos de allí, cuando Rebeca era pequeña, un incendio terrible quemó los montes alrededor de su casa. Se pasó días llorando, hasta que el guardabosques le dijo que, en vez de tantas lágrimas, podría ayudarle a rescatar a los animales que se habían quedado sin hogar. Encontraron una cría de zorro, luego un polluelo de águila. El guardabosques enseñó a Rebeca a cuidarlos, y en cuanto crecieron, los devolvieron al monte.

Desde ese momento, Rebeca se dio cuenta de que eso es lo que quería: cuidar animales huérfanos o heridos, pero no para mandarlos a un zoo, sino para devolverlos a su hogar. Por eso estudió veterinaria. Y por eso se fue a Tchimpounga, una selva en la República del Congo donde viven en libertad muchos animales salvajes.

Es verdad que Tchimpounga está muy lejos de Ferrol, a ocho mil kilómetros. Pero es que en Ferrol no hay chimpancés como Kutu y Emily. Rebeca ya ha aprendido su idioma, así que pueden jugar juntos, aunque a veces no le quede otro remedio que quitar piojos.

Y así fue como Rebeca llegó a dirigir el Centro de Rehabilitación de Chimpancés de Tchimpounga, una reserva natural donde viven más de ciento cincuenta chimpancés y el único lugar del mundo donde se reintroducen en su hábitat natural.

«Siempre tuve la necesidad de proteger a los animales y devolverles la libertad»
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La protagonista

Rebeca Atencia

Veterinaria
Nació en Ferrol, Galicia, en 1977