Josefina Castellví, la científica del hielo

CUENTO: ESTRELLA MONTOLÍO | ILUSTRACIÓN: LUPE CRUZ

Josefina Castellví, Pepita, como la llaman sus amigos, nació el 1 de julio de 1935 en Barcelona, justo un año antes de que estallara la tremenda guerra civil española.

Josefina creció en un país triste y pobre, destrozado por la guerra, en el que los niños y las niñas estudiaban en colegios separados porque los niños iban a ser médicos, abogados, ingenieros, o carpinteros, contables, mecánicos o marinos, pero en cambio, las niñas, todas, tenían que ser amas de casa.

Cuando Josefina era niña le preguntaban:

Pepita, quina joguina voldràs per Reis? Una nina ben bonica, oi?  

Pepita, ¿qué juguete les pedirás a los Reyes Magos? ¡Una muñeca muy bonita!, ¿a qué sí?

Pero Josefina respondía riendo:

No, no! Jo vull un ninot, vull un pingüí!

¡No, no! Yo quiero muñeco, ¡quiero un pingüino!

Josefina fue diferente en muchas más cosas. Por ejemplo, decidió ir a la universidad y estudiar Biología -claro, para poder saber más sobre sus amigos los pingüinos-. Casi no había chicas en su clase, pero a Pepita no le importaba. Y cuando acabó, viajó a París para seguir estudiando.

A ella le interesaba mucho la biología del mar, la oceanografía: los delfines, los albatros, los peces y, sobre todo, los organismos pequeños como las algas.

Y me diréis:

—¡Aquí falta algo!

Ay, sí, ¡claro! También le interesaban los pingüinos, que viven en mares muy fríos.

Pepita se propuso trabajar en muchos centros muy importantes de investigación, donde a veces le decían:

—¡Señorita, por favor! ¡Esto no es para mujeres!

Y ella respondía riendo:

—¡Qué tontería! ¡Claro que también es para mujeres!

Pero Josefina quería conocer y estudiar el lugar en el planeta que más puede enseñarnos sobre el océano: la tierra más blanca y más fría y donde solo se oye el ruido de los enormes bloques de hielo despeñándose en el mar: ¡la Antártida!

Y de nuevo, otra vez tuvo que escuchar la misma canción:

—¿Una mujer científica en la Antártida? ¡Eso no puede ser! Una mujer es demasiado débil, no aguantaría el frío ¡y estaría solo con hombres!

Pero, como ya os imagináis, Pepita no se dejaba asustar.

—Dejadme ir —decía convencida— Ya veréis qué centro de investigación más interesante puedo organizar allí.

Además, allí, en la Antártida ¡estaría muy cerca de las familias de pingüinos más numerosas que existen!

Y así fue como Josefina, con valentía y tenacidad, se convirtió en la primera oceanógrafa española y la primera mujer que dirigió una base científica en la Antártida.

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JOSEFINA CASTELLVÍ

Josefina Castellví i Piulachs es una oceanógrafa, bióloga y escritora española nacida en Barcelona el 1 de julio de 1935. Investigó tantos aspectos importantes de los océanos que en 1998 recibió el Premio Nacional de la Sociedad Geográfica española. Ha dirigido varios centros científicos muy importantes y ha recibido muchos, muchos premios, por ejemplo, la medalla de Oro de la ciudad de Barcelona. Y es una gran divulgadora: ¡tenéis que ver cómo explica su aventura antártica en el documental de RTVE 'Los recuerdos del hielo'!

Teresa Cabarrús, o cómo la Revolución Francesa tuvo heroínas

CUENTO: ROCÍO MARTÍNEZ-SEMPERE | ILUSTRACIÓN: JOJO CRUZ

«Yo mañana voy a morir en la guillotina, pero lo que me mata es tu cobardía.»

Esta carta que Teresa Carrabús escribió a su amante Taillen horas antes de morir decapitada, cambió el destino de Francia y seguramente el de todos nosotros. Cuarenta y ocho horas tardó Taillen en articular el golpe que acabaría con Robespierre, salvaría a Teresa y bifurcaría los acontecimientos que conocemos como historia. La llaman la más bella carta de amor jamás escrita, pero convendría no confundirnos: no es amor, es política.

Teresa era una niña que soñaba con ser princesa. Creció en un palacio de Carabanchel, en Madrid, en la corte del rey Carlos III.

—Yo seré una princesa muy bella, luciré elegantes vestidos y me casaré con un príncipe —decía la pequeña Teresa.

Los papás de Teresa también soñaban con que su amada hijita llegara a ser una gran dama de la alta sociedad, así que la educaron para ello. Teresa aprendió francés e italiano, tocaba el arpa y tenía gustos refinados. Cuando fue un poco mayor, la enviaron a París, la ciudad más fascinante y glamurosa del mundo, para que casara con un aristócrata.

Teresa no tardó en cumplir su sueño de encontrar marido y celebró una gran boda con un joven marqués de buena posición. Muy pronto, y ya madre de un niño, destacó como una de las damas de la alta sociedad parisina más admiradas. Era cautivadora, culta, inteligente y divertida y sus fiestas eran grandes acontecimientos en la ciudad. Los más importantes artistas, intelectuales y políticos de París acudían a ellas.

Pero no todos en París tenían una vida tan divertida. Mientras los reyes y su corte se entretenían en fiestas, el resto del pueblo, analfabeto y pobre, trabajaba muy duro y pasaba hambre.

Más de una vez oyó Teresa en los salones de su casa parisina hablar a sus invitados de ello:

—Señores, Francia necesita justicia e igualdad y una sociedad más moderna. ¡Abajo la monarquía!

Cada vez fueron más los que defendían estas ideas liberales y cada vez lo hacían más alto hasta que llegó el día en que todo París pedía a gritos en las calles ¡igualdad, libertad y fraternidad! La revolución había llegado. Y ya fue imparable el grito del pueblo pidiendo la cabeza de los reyes y de toda su corte de aristócratas.

El marido de Teresa huyó dejándola sola con su hijo y ella buscó refugio lejos de París. Desde allí vio cómo los reyes de Francia fueron condenados a morir en la guillotina y cómo, en nombre de la revolución, cualquier sospechoso de ser amigo de los reyes corría la misma suerte.

Al frente del gobierno revolucionario estaba un tal Robespierre, un tipo enloquecido y sanguinario que quería guillotinar a todos los aristócratas sin dejar a uno solo.

La caída de la monarquía también hizo caer el sueño de esta niña que conocemos como ‘Nuestra señora de Termidor’. Y decidió dejar de ser princesa de una corte para serlo de su propia vida.

Teresa vivía ahora en una pequeña ciudad llamada Burdeos. Ya no iba a fiestas ni vestía sus elegantes vestidos. Públicamente, aparentaba defender los ideales revolucionarios, pero secretamente actuaba como una espía y cuando averiguaba que alguno de sus amigos había sido encarcelado, intercedía para liberarlo. Decidió estar con tantos hombres como le apeteciera. Fue pionera en rellenar solicitudes de divorcio. Y en redactar maravillosos discursos sobre la importancia de la educación para que sus poderosos amantes los volvieran realidad.

Robespierre envió a Burdeos a un miembro del gobierno revolucionario. Se llamaba Tallien. Para llevar a cabo su plan, Teresa tenía que ganarse su confianza. Lo hizo tan bien que Tallien terminó enamorándose de ella. Con su astuto plan logró salvar la vida de muchas personas, pero el riesgo que corría era muy alto y al final no pudo evitar ser detenida y condenada a muerte.

Desde su oscura y solitaria celda, mientras esperaba la muerte, Teresa tomó una última resolución. Escribió a Tallien la carta en la que le hablaba desde lo más profundo de su corazón:

«Yo mañana voy a morir en la guillotina, pero lo que me mata es tu cobardía.»

Las palabras de Teresa conmovieron tanto a Tallien que no solo la liberó de su prisión, sino que decidió denunciar los terribles actos de Robespierre. Gracias a ello, se puso fin a la etapa más sangrienta de la Revolución Francesa.

Y así fue como Teresa, la niña que quería ser princesa, acabó haciendo política. Con astucia y valentía, consiguió valerse por sí misma y hacer lo que creía y lo que le convenía, salvando la vida de muchos e influyendo en los acontecimientos de una de las épocas más decisivas de la historia.

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TERESA CABARRÚS

Nacida en el barrio madrileño de Carabanchel el 1 de julio de 1773, Teresa Cabarrús consiguió salvar a numerosos prisioneros franceses de la guillotina de Robespierre y se la considera pieza clave en la transición política de Francia.

Isabel de Braganza, el hada madrina del Museo del Prado

CUENTO: ITXASO RECONDO | ILUSTRACIÓN: BEATRIZ MENÉNDEZ

Esta historia empieza en un palacio de la ciudad de Lisboa. Hay mucho revuelo porque acaba de nacer un bebé.

—¡Santo cielo! ¡Nunca había visto una criatura tan extraña! ¡Ha nacido con un pincel en la mano! —exclamó una de las damas comadronas.

—Señora, ¿recuerda haberse tragado un pincel mientras estaba embarazada? —le preguntó el doctor a la madre del bebé.

—¿Un pincel? ¿Usted me ve cara de tonta o qué?

El bebé era una niña y la llamaron Isabel. A los pocos meses ya gateaba por todo el palacio, sin soltarse de su pincel ni para dormir. Lo movía como si estuviera pintando con él miles de cuadros. A sus padres esto no les hacía ninguna gracia.

—¡Haced algo con esta criatura o cuando crezca nos volverá locos! —les decían sus padres a las sirvientas que cuidaban de la niña.

La vida en aquel palacio no era muy divertida. Cada año nacía un niño más en la familia,  los padres se pasaban el día discutiendo y a Isabel le hacían tan poco caso que se olvidaron de su pincel. Un día, el padre se puso más serio que de costumbre y mientras cenaban les informó de lo siguiente:

—Tenemos que marcharnos lejos. Pronto llegarán los soldados de Napoleón y querrán matarnos. Estamos en peligro.

—¿A dónde nos iremos? —preguntó Isabel. Aunque solo tenía diez años, ella era la mayor de los ocho hermanos, y quería saber más.

—Nos iremos a Brasil, allí estaremos a salvo.

Los días siguientes el palacio se llenó de maletas, sacos, bultos y mucho jaleo. Cerraron puertas y ventanas con muchos candados y partieron en un barco enorme que zarpó del puerto de Lisboa rumbo a América.

En su nueva casa, Isabel tuvo la suerte de tener unos muy buenos profes que le enseñaron ciencias, lengua, historia… y lo que más le gustaba, pintar. Pronto aprendió a dibujar paisajes, retratos, fruteros llenos de comida. Pintaba a su caballo mientras este dormía, también le hacía cuadros a su perro o se escondía en el jardín con sus pinceles.

—Caballito, déjame que te dibuje, estate quieto un rato, porfi —le decía a su caballo.

—Bueno, vale, posaré para ti y si me dibujas todo lo guapo que soy, te llevaré volando —le respondió un día su caballo.

—¿Sabes volar?

—¡Solo unos pocos caballos sabemos volar! Pero tienes que pintarme super guapo.

Isabel se esforzaba día tras día para conseguir que su caballo estuviera satisfecho con el cuadro que le hacía, pero siempre le faltaba algún detalle. Y así pasó el tiempo e Isabel se fue haciendo mayor.

—Isabel, ya va siendo hora de que te cases. Tu tío Fernando, que es rey de España, nos ha pedido que seas tú su mujer.

—¡Pero si solo tengo dieciocho años! No quiero irme… yo solo quiero pintar y a ese señor no lo conozco…

—Es una orden. Te casarás con él y serás la reina de España. Porque lo manda tu familia.

 

La pobre Isabel se moría de pena. Menos mal que su hermana María Francisca también iba a viajar a España para casarse con un hermano del rey Fernando. Al menos estarían juntas.

Las dos bodas se celebraron el mismo día, en la iglesia de San Francisco el Grande de Madrid. Isabel no hacía más que acordarse de su caballo, de sus clases de pintura, de sus paseos por el campo… El rey Fernando resultó ser bastante mandón y a ella no le gustaba nada. Pero lo bueno de ser reina es que vives en casas muy bonitas y te vas de vacaciones a unos sitios muy guays, y eso le pasó a Isabel.

Un día, mientras estaba visitando el Monasterio de El Escorial, la reina Isabel entró por un pasadizo a una sala muy oscura donde había muchísimos cuadros amontonados y llenos de polvo y telas de araña. De pronto recordó a su caballo, su pincel, sus días pintando en Brasil, y le entró mucha rabia.

—¿Cómo se pueden tener estos tesoros como si fueran unos trastos en la basura? —gritó muy enfadada— Limpiad de inmediato todo esto, ordenarlo y guardarlo bajo siete llaves en mi palacio de Riofrío —ordenó a sus sirvientes.

—Majestad, permítame que le dé un consejo —respondió de lejos una voz muy ronca y potente—. Debería guardar esos tesoros en un lugar más seguro.

—¿Y qué me sugiere, don Francisco? —preguntó la reina.

—Que los lleve a Madrid. Allá podrían verlos y disfrutarlos muchas gentes.

—Le haré caso una vez más, maestro Goya, de usted me fío porque siempre dice lo que piensa. Buscaré un palacio en Madrid.

Llenaron los carruajes con todas aquellas obras de arte y la misma reina se encargó de dirigir el camino hacia Madrid. Cuando su marido el rey la vio llegar se echó las manos a la cabeza.

—¿Te has vuelto loca? ¿Dónde vas a meter todo eso?

—Yo me ocuparé de este asunto, tranquilo. Y haré que venga gente de todo el mundo para ver estos tesoros.

—Haz lo que quieras, yo tengo cosas más importantes que atender.

Y así fue como hace ahora 200 años, la reina Isabel de Braganza creó uno de los mejores museos del mundo, el Museo del Prado. Tenía solo veinte años. El final es un poco triste porque Isabel se murió un año antes de abrir el museo, mientras daba a luz a un niño, que también murió.

—¿Y qué fue de su caballo? —Bueno, esa es… otra historia.
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ISABEL DE BRAGANZA

María Isabel de Braganza nació en Lisboa el 19 de mayo de 1797, hija de Juan VI de Portugal y de Carlota Joaquina de Borbón, se convirtió en reina de España al casarse, el 28 de septiembre de 1816, con su tío, Fernando VII. Fue su segunda esposa. La reina Isabel destacó por su cultura y afición por el arte. De ella partió la iniciativa de reunir las obras de arte que habían atesorado los monarcas españoles y crear un museo real, el futuro Museo del Prado, que fue inaugurado el 19 de noviembre de 1819, un año después de su muerte.

La mirada mágica de Cristina García Rodero

CUENTO: ANDREA ABRIL | ILUSTRACIÓN: MYRIAM VARELA

Cuando Cristina era pequeñita, lo que más le gustaba era mirar. Mirar a su madre mientras leía un libro, mirar a su padre mientras regaba las plantas, mirar a sus hermanos mientras hacían el pino puente y mirarse a ella misma en el espejo mientras sacaba la lengua. Observaba todo lo que pasaba a su alrededor con sus grandes ojos verdes abiertos de par en par.

Un día, su padre les dijo a ella y a sus hermanos:

—Poneos ahí juntos, que os voy a hacer una foto.

—¡Ponte detrás, que me tapas! —le gritó el hermano pequeño al mayor.

—¡No veo! —protestó Cristina intentando ponerse en primera fila.

—¡Quedaos quietos, que así no hay quien os saque bien! —dijo su padre con cara de concentración.

Siempre que intentaban hacerse una foto pasaban cosas divertidas y su padre se reía mucho. Por eso, cuando Cristina veía una cámara, se ponía muy contenta. En aquella época las fotos no se veían al instante. Había que esperar el largo proceso de revelado. Lo mejor era cuando por fin llegaba la esperada foto y podían ver el resultado. Entonces, Cristina empezó a soñar con almacenar los recuerdos de esos momentos felices que pasaba con su familia en una cajita y guardarlos para que nunca se le olvidaran.

Cuando fue un poco más mayor, lo tuvo claro:

—¡Yo lo que necesito es una cámara! Así podré guardar mis recuerdos para siempre y compartirlos con los demás.

Entonces empezó a mirar el mundo a través de la lente de su cámara y se dio cuenta de que pasaban cosas mágicas que solo ella podía ver. Y supo que había encontrado algo único. La primera foto que hizo fue una de sus hermanos vestidos de indios.

El tiempo fue pasando y nuestra niña fue creciendo. Cuando le tocó decidir qué estudiar, Cristina decidió dejar Puertollano, la pequeña ciudad donde había nacido, y mudarse a Madrid.

—Voy a matricularme en Bellas Artes, porque con la pintura, la escultura y la fotografía podré expresar todo lo que me cuenta el mundo.

Y Cristina se convirtió en una artista. Al principio, lo que más le gustaba era pintar. Pero con el tiempo, se dio cuenta de que la fotografía le daba alas.

Armada con su cámara, decidió recorrer los pueblos de España para hacer fotos de sus fiestas y de sus tradiciones. Quería mostrar a la gente feliz y haciendo lo que más le gustaba y emocionaba. El trabajo no siempre era fácil; tenía que llegar hasta lugares remotos y ganarse la confianza de la gente que vivía allí para que le dejaran hacer sus fotos. Además, muchas veces se extrañaban de ver a una mujer con un cámara a cuestas, porque casi todos los fotógrafos de aquella época eran hombres.

A pesar de todo, Cristina no dejó de fotografiar y logró hacer una serie de fotos que se llamó España oculta y que tuvo mucho éxito. Como era tan buena fotógrafa, empezaron a darle premios por su trabajo. Hasta le dieron el Premio Nacional de Fotografía, que la reconocía como la mejor fotógrafa del país.

Las fotos que hacía eran tan especiales que llegaron hasta los ojos de unos señores de Estados Unidos expertos en fotografía. Se pusieron en contacto con ella y le dijeron:

—Cristina, queremos contar contigo en nuestra agencia de fotografía. Se llama Magnum y está formada por un grupo de fotógrafos muy importantes.

—¿Queréis que sea parte de vuestro grupo? ¡Será un honor!

—Sí; todavía no contamos con ningún fotógrafo español y queremos que tú seas la primera.

Y así fue como Cristina García Rodero se convirtió en una gran fotógrafa y la primera española en formar parte de Magnum, la agencia de fotografía más prestigiosa del mundo.

“Cuando salgo a la calle no veo nada; sin embargo, cuando cojo la cámara suceden muchas cosas”
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CRISTINA GARCÍA RODERO

Nacida en Puertollano el 14 de octubre de 1949, la fotógrafa Cristina García Rodero es miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y el único profesional español que ha conseguido entrar en la prestigiosa Agencia Magnum. Su obra puede encontrarse en el Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, en el IVAM valenciano y en museos de todo el mundo. Ha conseguido, entre otros, el World Press Photo en varias ocasiones. (Imagen: Magnum Photos)

Federica Montseny, la primera ministra de España

CUENTO: AMAIA ARTETA | ILUSTRACIÓN: PATRICIA BATALLER

Federica no quiere tocar el piano. No le gusta. Lo aporrea más bien. Tiene solo siete años, pero las ideas muy claras. Prepara discursos que recita ante su abuela y su perrita Ketty. Entonces, su público más fiel.

Federica sabe leer, escribir y muchas cosas más, porque su madre se las ha enseñado. La madre de Federica es maestra y no quiere que su hija acabe en un colegio de curas o monjas donde aprenda a ser solo una buena esposa. Así que, la niña no va a la escuela, pero crece rodeada de libros, muchos libros, y también de periódicos, revistas y obras de teatro.

La casa de Federica es diferente a las de las niñas de su edad. Sus padres publican una revista con ideas que no son muy bien vistas: defienden a los obreros y molestan al poderoso. Hablan de libertad, igualdad y solidaridad, y construyen en su hogar un mundo de ideas libertarias que van calando en Federica como el agua en un día de lluvia.

Y en este ambiente, Federica se convierte en una joven despierta y llena de energía que no tiene la cabeza para bailes ni vestidos cuando afuera, en la calle, hay miseria, opresión y guerra.

—La justicia es injusta si está al servicio de los poderosos —piensa desde bien pequeña, al ver cómo persiguen y hasta encarcelan a su padre y sus amigos por las ideas que defienden.

Y aunque Federica a veces siente mucho miedo y teme que la maten a ella o a su familia, como han hecho con otros compañeros, decide que va a luchar por sus ideales porque ella también quiere cambiar el mundo. Con solo doce años ya acompaña a su padre a tertulias y mítines. Con quince empieza a escribir sus propios artículos y novelas. Y con dieciocho se une a la CNT, el gran sindicato anarquista: la Organización.

—Eres muy trabajadora, pero demasiado lista. Así no te vas a casar nunca —le dicen los muchachos con un poco de lástima. A lo que ella contesta indomable y con soltura:

—No quiero casarme si eso significa tener que abandonar mis ideas y mi trabajo en la Organización. El amor solo puede ser desinteresado y libre.

Ese amor lo encuentra en Germinal, compañero y padre de sus tres hijas. Otro luchador como ella que le apoya en su trabajo.

Poco a poco se convierte en una voz destacada en la Organización. Y la Federica que de chica daba discursos en el salón de su casa, recorre ahora los pueblos desde Andalucía hasta Galicia y llena las plazas allí por donde pasa.

—Ya viene la mujer que habla —dicen al verla llegar, sorprendidos de que una mujer se suba a la tribuna.

Pero entonces llega la guerra civil y Federica vive un momento decisivo: le proponen ser ministra de Sanidad y Asistencia Social. La decisión no es fácil porque el cargo representa todo aquello en lo que ella no cree: el Estado como forma de poder.

—Estamos en guerra: unos batallan en el frente y otros en el Gobierno. Si tú no aceptas, el golpe que representa nombrar a una mujer por primera vez en la historia de España para un cargo como éste, perderá todo el efecto -le dicen algunos de sus compañeros.

Después de la guerra se exilió a Francia donde permaneció el resto de su vida. Nunca dejó de defender sus ideas y siempre vivió siendo libre.

Y así fue cómo Federica, luchadora e indomable, se convirtió en la primera mujer ministra en España y una de las primeras en Europa.

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Federica Montseny (Madrid 1905 -Toulouse 1994) es la gran figura femenina del anarquismo en España. Fue también la primera mujer al frente de un ministerio en España, en el Gobierno socialista de Largo Caballero durante la Guerra Civil. En los solo seis meses que duró su mandato convirtió los orfanatos en hogares de la infancia, creó los liberatorios de prostitución, donde las prostitutas aprendían oficios, e intentó, sin éxito, regular el aborto. Vivió casi toda su vida en Barcelona hasta el exilio a Francia en 1939. Nunca dejó de luchar por sus ideas. Han tenido que pasar otros 47 años más para que otra mujer ocupara un puesto en el consejo de ministros de España.

Concha Espina, pasión por escribir

CUENTO: NEREA GALLEGO | ILUSTRACIÓN: MARTA PÁRAMO

Os presento a Concha Espina, aunque la mejor manera de conocerla es imaginársela.

De pequeña, lo que más le gustaba a Concha era leer y escribir poesía.

Y aunque en su casa familiar de Santander el único libro que había era una Biblia, su mamá le inculcó un gran amor por la literatura.

—Mamá, de mayor seré una gran escritora y escribiré muchos libros.

—No lo dudes nunca, pequeña. —Le contestaba su madre.

Su madre siempre había sido su hada madrina. Por ello, perderla siendo tan joven fue un golpe muy duro para Concha y, aunque supo sobreponerse, nunca la olvidó.

Pasaron los años y su pasión por escribir poesía siguió creciendo En su época, las señoritas de buena familia debían casarse y esto fue lo que hizo Concha; con un guapo chico que contaba con una fortuna al otro lado del Atlántico, en Chile, así que se fueron a vivir allá.

En Chile descubrió que de la fortuna familiar de su marido apenas quedaba nada. Así que Concha decidió ponerse a trabajar en lo que mejor sabía hacer y un buen día se plantó en la redacción de un periódico local:

—Buenos días, vengo a ofrecerles mi colaboración en su periódico.

—¿Es usted escritora? —Le preguntaron.

—Soy poeta —respondió Concha.

—Pero la vida es prosa, señora. Espero que me mande su primer artículo cuanto antes.

Y así lo hizo. Su prosa resultó ser tan buena que su fama se extendió por todo el Cono Sur, pero su mundo se puso patas arriba cuando una editorial de España le ofreció la oportunidad de publicar su primera novela.

—Mamá, ojalá pudieras estar conmigo y ayudarme a decidir —pensó con melancolía Concha.

—Tú eres capaz de eso y más, mi pequeña Concha —sintió que le dijo una pequeña mariposa que se posó en sus cabellos.

—Gracias mamá.

Concha comprendió que lo único que quería era escribir, y de esa manera llegó a Madrid, con su novela bajo el brazo y con uno, dos, tres… ¡hasta cinco hijitos! Y sin su marido.

Las novelas de Concha se convirtieron en un gran tesoro, y como tal, fue recompensado. Concha fue nominada al Premio Nobel de Literatura varias veces y propuesta como miembro de la Real Academia otras tantas veces.

Cuando llegó a la vejez, comenzó a perder la visión. Fue la última vez que habló con su hada madrina:

—Mamá, he perdido la vista, tendré que renunciar a mi sueño.

—No hija, leer y escribir son tu pasión. Encontrarás la manera de continuar.

Entonces Concha, pese a su avanzada edad, aprendió braille y continuó su obra literaria. Porque era una guerrera, y las guerreras nunca se rinden.

Así que recordad: aunque las puertas parezcan cerradas, vosotras mismas las podéis abrir con confianza y esfuerzo. Y si no lo creéis, fijaos en Concha.

Y así fue como Concha Espina cumplió su sueño se ser una gran escritora, con tanto éxito que fue la primera escritora española que vivió con independencia económica gracias a su trabajo.

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CONCHA ESPINA

Concepción Espina y Tagle nació en Santander el 15 de abril de 1869. Fue una destacada escritora coetánea de la Generación del 98. Firmó estudios, poesía y otros muchos géneros aunque fue con sus cuentos y novelas con los que alcanzó la notoriedad y el reconocimiento. Murió en Madrid en mayo de 1955, a los 86 años.