Marisa Flórez, la fotógrafa de la Transición

CUENTO: ANDREA ABRIL | ILUSTRACIÓN: ALBA ZUJAR

Cuando Marisa nació, en España no existía la libertad de expresión. Esto significa que las personas no podían decir libremente lo que pensaban o lo que sentían. Nuestro país llevaba años bajo una dictadura, un régimen totalitario en el que una única persona –el dictador, que se llamaba Francisco Franco– decidía todo lo que pasaba, sin tener en cuenta lo que la mayoría de las personas quería. Los años de la dictadura fueron de color gris para mucha gente.

A pesar de todo, Marisa creció feliz en su ciudad, León, donde jugaba y jugaba cerca de la catedral. A veces, Marisa quería ser médico. Otras quería recorrer el mundo y observar todo lo que pasaba en él. Como lo de los viajes le gustaba mucho, decidió irse a Madrid a estudiar Turismo. Fue allí donde conoció a un chico muy simpático que se llamaba Raúl, y al poco tiempo se enamoraron y se casaron.

Raúl era fotógrafo y cuando Marisa le veía trabajar siempre pensaba: “A mí también me gustaría hacer fotos”. Desde pequeña siempre le habían fascinado las imágenes. Tenía un álbum de fotos antiguas que se pasaba las tardes mirando. También le encantaba el cine. Iba todas las semanas con su abuela.

Así que un día, ni corta ni perezosa, agarró una cámara y empezó a capturar imágenes de lo que veía a su alrededor. ¡Chas! ¡Chas! sonaba la cámara al apretar el disparador. Y Marisa se emocionaba escuchando aquel chasquido.

El día que Raúl vio sus fotos, se quedó alucinado:

—¡Pero Marisa! Estas imágenes son increíbles. ¡Podrías publicarlas!

—¿Lo dices en serio?

—¡Pues claro! Estas fotos hablan por sí solas, yo creo que deberías enseñárselas a algún periódico porque seguro que las utilizan para contar las noticias.

Marisa decidió probar y como las fotos eran tan buenas, la contrataron como fotorreportera. A partir de entonces, Marisa iba cargada con su cámara allí donde estuviera la noticia.

Si el periódico le decía “Marisa, hoy toca hacer fotos de unos futbolistas”, ella se iba corriendo al vestuario del campo de fútbol y les hacía retratos.

Poco después, el dictador se murió. Y entonces, España se despertó y empezó a moverse y dejó de ser gris y se pintó de colorines. Esta época se conoce como la Transición, una palabra que significa “cambio” y fue muy importante porque el país empezó a trabajar para volver a ser una democracia.

Como había mucho trabajo por hacer, los políticos se reunían cada dos por tres para ver de qué manera podían ponerse de acuerdo. Y allí, con ellos, en el Congreso, siempre estaba Marisa, preparada para capturar todo con su cámara.

Las fotos que Marisa hizo durante estos años eran únicas y se publicaron junto a muchos titulares y noticias de los periódicos, que ahora sí, podían contar libremente todo lo que estaba pasando.

Como su trabajo era tan especial, le dieron el Premio Nacional de Fotoperiodismo, un reconocimiento muy importante.

Y así fue como Marisa Flórez, siempre con su cámara en mano, preparada para hacer la mejor foto posible, se convirtió en una pionera del fotoperiodismo en España y en la fotógrafa de la Transición. Gracias a sus fotografías únicas podemos revivir ese momento tan importante de nuestra historia reciente.

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Marisa Flórez

Marisa Flórez es una de las primeras reporteras gráficas en la historia de la fotografía española. Fotografío la Transición y la formación de la democracia. Comenzó a trabajar en la prensa en 1971 y en 1976 llegó a El País. Suyas son algunas de las fotografías más icónicas de nuestro país.

Luz Rello, la niña con dislexia que consiguió todo lo que se propuso

CUENTO: MALU BARNUEVO | ILUSTRACIÓN: MALU BARNUEVO

La profesora sentó a los niños en círculo.

—Hoy vamos a leer —dijo mientras repartía unas fichas—. Iremos en orden y cada uno leerá una palabra.

Luz miró el papel que le había dado su profesora, exactamente igual que el de sus compañeros. En él había cuatro dibujos: un bote, un dado, un pato y un queso, y debajo de cada dibujo, una palabra escrita.

¡Qué nervios! Luz quería hacerlo muy bien, así que decidió practicar para cuando le llegara el turno. Miró las palabras concentrada. Veía las letras, veía una “p”, veía una “a” …, pero por mucho esfuerzo que hacía, no conseguía leer la palabra completa. ¿Qué estaba pasando? No podía ser, lo intentó otra vez: “p” … “a” … Los demás niños iban leyendo sin problemas, pero ella ¡nada! No podía leer lo que estaba escrito, ¡y le iba a tocar ya su turno!

“A ver”, pensó Luz, “si cuento cuántos niños faltan… 1, 2, 3, 4… pues me va a tocar la misma palabra que a Paula. Voy a prestar mucha atención a lo que lea ella y digo lo mismo.”

Entonces Paula leyó en alto:

—Pata.

Y Luz, tres niños después, repitió:

—Pata.

La profesora movió la cabeza en señal de aprobación y dijo:

—Muy bien, Luz.

Pero no, no estaba bien. Luz sabía que no había conseguido leer aquella palabra por sí misma, aunque la profesora no se hubiera dado cuenta.

Desde ese día, Luz pensó que era menos inteligente que el resto de sus compañeros. Así que decidió aprenderse las palabras de memoria para que nadie notara que en realidad no las podía leer bien.

Con el tiempo, los cursos empezaron a ser más y más difíciles y llegó un momento en que aquello dejó de funcionar y Luz empezó a sacar malas notas, porque te puedes aprender algunas cosas de memoria, pero todo, todo… ¡fiuf!

Ella se esforzaba muchísimo, porque quería ser como los demás, y practicaba en los recreos, practicaba en casa, en la bañera, en la cama, desayunando… pero suspendía.

Su sueño de ser investigadora estaba cada vez más lejos –¡Ah! sí, que no os lo había contado, Luz quería ser investigadora, como Marie Curie, pero ¿cómo iba a ser investigadora si ni siquiera era capaz de leer y escribir bien? –.

—Quizá es que no es muy lista —comentaban unos.

—Yo creo que es despistada —afirmaban otros.

—Nada de eso, no lo entendéis —dijo un día una profesora muy perspicaz—. Lo que le pasa a Luz es que tiene dislexia.

—¡¿Que tiene qué?! —se oyó en todo el colegio.

—Dislexia —repitió la profesora—. Es una dificultad específica del aprendizaje que afecta a la lectura y a la escritura, pero no afecta a la inteligencia.

—¿Cómo? Entonces, ¿soy tan inteligente como el resto de mis compañeros? —preguntó Luz.

—Claro —respondió la profesora—, tu cabeza es tan normal como la de cualquier persona, solo que tienes una dificultad para leer y escribir, pero no te preocupes porque tiene solución: con trabajo específico y esfuerzo, llegarás a ser lo que quieras en la vida.

—¿Podré ser investigadora?

—Podrás ser lo que quieras si te esfuerzas, como todo el mundo.

Y ¿sabéis qué? Que aquella profesora tenía razón. Porque ahora Luz es licenciada en Lingüística –¡una chica con dislexia! –, doctora en Ciencias de la Computación y… tachán, tachán ¡investigadora!

Trabaja con inteligencia artificial y crea aplicaciones informáticas que ayudan a los niños y a las niñas con dislexia a superar sus dificultades, para que puedan ser en sus vidas todo aquello que deseen.

—Que nunca se os olvide —nos dice Luz—, si alguien os dice que no podéis, se equivoca.

 

Y así fue cómo Luz Rello, con mucho trabajo y confianza en sí misma, no solo superó su dificultad, sino que hizo de ella una oportunidad para mejorar. Luz se ha convertido en una de las personas que más sabe sobre la dislexia del mundo y ha dedicado todos sus esfuerzos para lograr que la dislexia no impida a ningún niño o niña seguir aprendiendo y alcanzar sus metas.

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Luz Rello

Nacida en Madrid en 1984, Luz Rello es investigadora, doctora por la Universidad Pompeu Fabra. Estudió Lingüística en la Universidad Complutense de Madrid, especializada en Procesamiento del Lenguaje Natural y Tecnologías del Lenguaje Humano. Autora de numerosas publicaciones, ha recibido numerosos premios y dedica su trabajo al desarrollo de herramientas y modelos de trabajo para ayudar la educación de los niños con dislexia.

Cecilia Böhl de Faber, la escritora que
perdió su nombre

CUENTO: CARMEN MORILLO | ILUSTRACIÓN: LUCÍA SALABERRI

María era nueva en el cole. Su madre había encontrado un nuevo trabajo en otra ciudad y no les quedó más remedio que mudarse ¡otra vez! Valiente rollo. Menos mal que de camino a la escuela había visto una fantástica pista de skate. Ya le salía el shove-it y soñaba con aprender los melongrap de Javi. En unos días, podría ir con su tabla por el carril-bici… Y ese pensamiento la hizo sonreír.

Al entrar en el aula acompañada por la profesora, notó el peso de todos aquellos ojos mirándola con curiosidad.

—Os presento a María, vuestra nueva compañera —dijo la profesora alzando la voz sobre el murmullo, al tiempo que señalaba un pupitre vacío— Vive muy cerca, en la calle Fernán Caballero, como algunos de vosotros. Hoy vamos a hablar un poco sobre esto: ¿Alguien puede decirme quién fue Fernán Caballero?

El aula quedó en silencio. ¿Sería un médico, un político, un abogado, un rey…? se preguntaban unos y otros sin atreverse a hablar.

—Bien, —continuó la profesora— después del recreo, iremos a la biblioteca del colegio para buscar en grupos información sobre este personaje histórico. Creo que os vais a llevar una gran sorpresa. Ahora, sacad el libro de matemáticas y abridlo por la página 15…

Cuando regresaron de la biblioteca, la profe se cruzó de brazos…

—Y bien, ¿qué podéis contarme ahora de Fernán Caballero?

Germán rompió el hielo para explicar que, en realidad, era una escritora del siglo XIX llamada Cecilia Böhl de Faber, que había vivido en muchas partes del mundo, pero sobre todo en Cádiz y Sevilla, donde murió con más de ochenta años.

—Sí, nació en Suiza y vivió en Alemania. Llegó a España con diecisiete años.

—Y ¡Hablaba varios idiomas y, siendo muy joven, publicaba sus novelas en los periódicos! ¡Su vida parece sacada de una de sus novelas! —exclamó Rocío, a quien le parecía genial que viviese rodeada de flores, gatos y pájaros, escribiendo mientras se atiborraba de dulces.

—Era muy observadora, escribía con un estilo totalmente nuevo sobre la gente y las cosas que le rodeaban, reflejaba cómo hablaban y se comportaban los españoles de la época y sus costumbres… No le hacía ni pizca de gracia que el progreso acabase con las tradiciones —afirmó una elocuente Julia.

Paula había descubierto que, durante muchísimo tiempo, se consideró que la literatura era cosa de hombres y que, para que las tomasen en serio, las escritoras adoptaban nombres masculinos. Cecilia eligió el de un pueblo manchego y, ocultando su verdadera identidad, consiguió hacerse famosa.

María levantó la mano con timidez. Pensaba en sí misma, casi siempre la única niña en la pista de skate:

—Es muy injusto —dijo— que el nombre de una escritora tan importante se haya perdido y ahora solo se recuerde su seudónimo. Propongo pedir al Ayuntamiento que cambie el nombre de la calle y que junto a Fernán Caballero figure también el de Cecilia Böhl de Faber.

Se hizo el silencio. Todos miraban a María fijamente. De pronto, alguien de entre todos aquellos compañeros empezó a aplaudir y entonces, toda la clase aplaudió con entusiasmo.

Y así fue como, tras un nombre masculino, Cecilia Böhl de Faber se convirtió en una escritora clave que contribuyó a renovar el arte de novelar, que había perdido el brillo que tuvo en la Edad de Oro de la literatura, y abrió camino a la gran novela española del siglo xix.

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Cecilia Böhl de Faber

Cecilia era el nombre real de la escritora que se escondía bajo el pseudónimo de Fernán Caballero. Nacida en Suiza (hija del cónsul español) en 1796, fue pionera de la novela realista en nuestro país y La Gaviota, publicada en 1849, inaugura un ciclo narrativo que abrirá el paso a la gran novela española de la segunda mitad del siglo XIX.

Josefa de Óbidos, la pintora que cambió el Barroco

CUENTO: LORETO SÁNCHEZ | ILUSTRACIÓN: SARAH HUNT

Un día, a mediados del siglo XVII, nació en Sevilla un bebé llamado Josefa de Óbidos. Su padre era pintor barroco oficial de los cristos, santos y vírgenes, el que los dibujaba en cuadros para que el resto del mundo pudiese verlos.

Trabajaba todas las mañanas y como Josefa no tenía permitido ir al colegio, la llevó con él a su taller y le presentó a todos aquellos cristos y santos de sus cuadros. También le dio un pincel y un lienzo para que los pintara y se los enseñara a sus amigos, aunque con una única condición: solo podía pintar si antes le había pedido permiso.

Cuando el padre de Josefa los miraba, los cristos y los santos siempre lloraban, ponían cara de dolor, como si les hubiesen hecho daño. Pero cuando los miraba Josefa, todos sonreían y le devolvían la mirada con los ojos muy abiertos y con los mofletes sonrojados y regordetes. Así que empezó a pintarlos así, contentos y felices.

Y lo hacía tan bien, con un estilo tan original, que cuando Josefa se hizo mayor, su padre decidió permitirle pintar sola, cuando ella quisiera, sin que tuviera que pedirle permiso antes. Entonces, Josefa se convirtió en la primera chica que pudo pintar sin tener que rendir cuentas ante un hombre. Podía ir a la tienda sola a comprar su propio material y le pagaban a ella por sus  cuadros.

Los lienzos que pintaba eran mucho más bonitos cuando los dioses aparecían retratados gorditos y contentos así que todo el mundo quería que Josefa le vendiera un cuadro. Como ganaba mucho dinero con sus originales cuadros, se llevó a vivir con ella a sus sobrinas y también les enseñó a pintar.

Durante muchos años, Josefa pintó centenares de cuadros y cuando se murió les dejó todo su dinero a sus sobrinas, aunque con una única condición: les hizo prometer que su herencia nunca llegara a manos de ningún hombre. Su fortuna sería solo para las mujeres.

—Porque con ese dinero conseguirán educarse y aprender como ahora lo hacen los chicos —les dijo.

Y así fue como Josefa de Óbidos, con un talento y un estilo muy personales, se convirtió en la pintora barroca más importante y en una de las poquísimas mujeres que no solo lograron ganarse la vida ejerciendo el oficio de pintora, sino que se hicieron ricas y respetadas gracias a él.

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Josefa de Óbidos

Nacida en 1630 en Sevilla como Josefa de Ayala Figueira, Josefa de Óbidos es la pintora más destacada de la segunda mitad del XVII portugués, y uno de los pocos casos de mujeres que destacaron en la pintura en toda la historia del arte universal de la edad moderna. Acaudalada (lo que le permitió crear a su antojo) y famosa, dotó al incipiente Barroco de un estilo único y rompió estereotipos. Vivió en Portugal e importó de España el gusto por el bodegón.

Irene Villa, saber que se puede

CUENTO: IRENE VILLA | ILUSTRACIÓN: PATRICIA BATALLER

Irene era una niña muy sonriente que iba saltando y corriendo a todas partes.

Aquella mañana se despertó de un brinco: iba a cumplir un sueño de jugar como pívot –tenía unas piernas muuuy largas– en un partido de baloncesto decisivo para la liga de su colegio.

Mientras desayunaba y pensaba en el partido, escuchó en la radio que había estallado una bomba en Madrid. Su madre trabajaba en una comisaría de Policía y, por aquella época, las comisarías podían ser objetivo de un grupo de desalmados que querían sembrar el terror y contagiar su odio a todos, aunque no les hubiesen hecho nada. Justo antes de subir al coche, Irene tuvo un presentimiento:

—¡Mamá! Nadie quiere hacernos daño, ¿verdad?
—Claro que no, hija. Sube al coche que vamos a llegar tarde y hoy es tu gran día.

En el primer semáforo, el coche saltó por los aires.

Irene se despertó en un hospital llena de tubos y máquinas que no paraban de emitir molestos pitidos, y lo primero que vio fue la cara de su padre. Pero no era la cara de siempre. Era otra llena de pánico y dolor.
—¿Qué ha pasado?, ¿dónde está mamá?
—Está bien, se la han llevado a otro hospital.

A Irene le costó muchísimo comprender que hubiera gente que quisiera hacer daño a personas a las que ni siquiera conocían. Y más aún, que tuviera que vivir el resto de su vida sin sus piernas. Tenía doce años y el tiempo se paró para ella.

Pero al final, gracias a su madre, que también logró sobrevivir al atentado, aunque perdió un brazo y una pierna, Irene descubrió que seguir adelante y luchar por recuperar sus vidas era la única opción.

Así que estudió tres carreras y tuvo tres hijos. También aprendió a esquiar y, aunque las caídas fueron duras, llegó a competir en esquí adaptado y a ganar medallas en España y Francia.

Y así fue como Irene Villa comprendió que nadie puede hacerte daño, si tú no quieres, que para dejar de sufrir por lo que nadie puede cambiar es mejor perdonar, y que la vida es un auténtico regalo tan fugaz que no merece la pena enfadarse ni estar triste. Con su ejemplo de lucha y superación, Irene nos ha enseñado a todos que hay que saber que se puede y contagiar amor, esperanza y optimismo.  

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Irene Villa

Nacida en Madrid el 21 de noviembre de 1978, Irene Villa es periodista, escritora, psicóloga y esquiadora paralímpica. A los 12 años sufrió un grave atentado de la banda terrorista ETA en el que perdió las dos piernas y tres dedos de la mano izquierda. Su madre, que la llevaba al colegio, perdió una pierna y un brazo.

Ana Orantes, la persona que cambió nuestra manera de entender la violencia contra las mujeres

CUENTO: IRENE YÚFERA | ILUSTRACIÓN: NURIA RAMOS

—Mamá, ¿qué estás leyendo?

—Una noticia: le van a poner el nombre de Ana Orantes a una calle de Sevilla.

—¿Quién es Ana Orantes?

—Pues una mujer valiente que tuvo una historia muy triste.

—¿Por qué?, ¿acaba mal?

—Sí… bueno, no; de hecho, es una historia que todavía no tiene final. El final tendremos que ponérselo entre todos.

—Cuenta, mamá, cuéntame la historia de Ana Orantes.

—Ana Orantes nació en un pueblo de Granada y, con solo diecinueve años, se casó con un hombre que resultó ser un ogro. Tuvieron muchos hijos. Durante años, ella trató de protegerse y de proteger a sus hijos de los ataques de ese ogro. Trabajó en la casa y también fuera de casa cuando él perdió su trabajo. Sacó adelante a la familia, pero nada conseguía aplacar la violencia destructora del ogro. Seguía despreciándolos, atacándolos, lastimándolos.

—¿Y por qué no se separó de él?

—Lo intentó. Ana vio que necesitaba ayuda y acudió a la policía y a la justicia: denunció al ogro muchas veces y trató de separarse de él también en varias ocasiones. Pero las autoridades respondieron que lo que ella contaba eran peleas normales en una familia. Al final, logró divorciarse, pero el juez decidió que ella y sus hijos tenían que vivir en una de las plantas de la casa donde vivía el ogro.

—¡Pero así seguían en peligro!

—Sí, y por eso Ana decidió dar un paso más. Entendió que necesitaba mucha más ayuda para luchar contra la maldad del ogro y, con gran valentía, contó su historia a todo el mundo: la contó por televisión. Entonces, el ogro se enfureció y lanzó contra ella toda su rabia y su fuerza destructora.

Cuando se supo lo que el ogro le había hecho a Ana, las autoridades reaccionaron como si fuera un caso aislado, como si los ogros no fueran muchos y no trataran de pasar desapercibidos. Pero nosotras, todas las mujeres, entendimos que éramos como Ana: demasiado pequeñas para luchar solas contra la maldad de los ogros. Y empezamos a exigir cambios: que las leyes protejan nuestras vidas y nuestros derechos, que se reconozca que el de Ana no fue un caso excepcional, que se entienda que los ogros son los únicos culpables del sufrimiento de muchas mujeres y que entre todos tenemos que debilitarlos rechazándolos y condenando su violencia. Solo así, un día, la historia de Ana tendrá su final.

—Claro, mamá. Todos juntos tenemos que luchar contra esos ogros.

Y así fue como Ana Orantes, con su valiente testimonio, rompió el silencio acerca de la violencia que sufren muchas mujeres en la pareja y logró que entendiéramos que nos afecta a toda la sociedad.

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ANA ORANTES

Nacida en Granada el 6 de febrero de 1937​, Ana Orantes fue asesinada por su exmarido el 17 de diciembre de 1997. A los nueve años, Ana ya trabajaba como modista para ayudar a la familia, que tenía muy pocos recursos. A los 19 años se casó con José Parejo Avivar tras tres meses de noviazgo. Tuvo ocho hijos y sufrió cuarenta años de maltrato por parte de su marido. También sus hijos. Cuando, tras muchos esfuerzos consiguió separarse de él, la Justicia la obligó a compartir su casa con su agresor. Un año después, contó su calvario en Canal Sur. Él prometió vengarse y 13 días después, la mató.

María Luisa Cabañero, conquistadora de fuego, mar y aire

CUENTO: OLALLA CERNUDA | ILUSTRACIÓN: MIREIA CÓRCOLES

Dicen los libros de historia que la profesión de bombero es una de las más antiguas del mundo, y que ya las civilizaciones griegas y romanas formaban a personas para luchar contra el fuego. Pero dicen los libros de historia también que ésta, la de bombero, es una de las profesiones con menos mujeres.

María Luisa era una niña muy fuerte que siempre estaba corriendo y jugando por todas partes. Lo que más le gustaba en el mundo era hacer deporte, y el que más de todos, nadar. Lo hacía en la piscina de su pueblo, Puertollano, en Ciudad Real.

Cuando apenas tenía veinte años y daba clases en aquella piscina, no podía ni siquiera imaginar que su nombre iba a quedar para siempre ligado al de esas mujeres que se atrevieron a demostrar que las profesiones más peligrosas y duras del mundo son también cosa de chicas.

Un día, un compañero le contó que se iba a presentar a las pruebas para ser bombero y ella inmediatamente dijo:

—Pues yo también quiero. Así podré estar en forma y ayudar a los demás.

Las pruebas no eran sencillas, porque los bomberos tienen que ser fuertes, resistentes y demostrar que son capaces de nadar muy rápido, correr muy deprisa, subir escaleras con mucho peso encima o trepar por una cuerda. Pero eso a ella no le preocupaba. María Luisa sabía que podía hacerlo igual que sus compañeros.

—Esto lo paso yo—se dijo. Y dicho y hecho.

Después de superar las pruebas, y de seis meses de estudiar muy duro para aprender la profesión, aprobó con nota, y se convirtió así en la primera bombera que hubo en España. Y eligió, claro, ser bombera en el pueblo donde nació.

Desde hace treinta años, lucha contra el fuego exactamente igual que sus compañeros. Con los mismos turnos de trabajo, conduciendo el camión bomba para apagar incendios o manejando la pesada manguera.

Durante este tiempo, además de ser bombera, María Luisa ha seguido nadando. Pero no en una piscina, sino en mar abierto. Tenía un sueño: cruzar el Estrecho de Gibraltar a nado, ida y vuelta sin parar, 52 kilómetros brazada a brazada. Fue la primera persona en el mundo en lograrlo.

En los ratos libres que le deja su trabajo de bombera y la natación, María Luisa enseña a sus cuatro hijos a ser tan pioneros como ella. Por eso María, una de sus hijas, se dedica a surcar con su madre el cielo, convertidas las dos en pilotos de globos aerostáticos.

Y también intenta animar a otras mujeres que sueñan con ser bomberas. Por eso, cada vez hay más “Maria Luisas” en España, donde ya apenas quedan parques de bomberos que no tengan al menos una mujer en sus filas.

—Las mujeres podemos ser bomberas, policías, astronautas o lo que queramos—dice siempre—.

Y batir récords. Y soñar con retos que pensaban que solo los hombres podían conseguir.

 

Y así es como  María Luisa Cabañero ha llegado a conquistar los tres elementos fundamentales: fuego, agua y aire, convirtiéndose en la primera mujer bombero de España, en la primera en cruzar el Estrecho de Gibraltar a nado y una de las pocas mujeres piloto de globos aerostáticos.

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María Luisa Cabañero

Nacida en Puertollano, Ciudad Real, el 20 de agosto de 1966, fue la primera bombera española y es, además, una nadadora con varios récord Guiness y títulos mundiales.