Concepción Arenal, pionera del feminismo

CUENTO: RAQUEL PELÁEZ | ILUTRACIÓN: LAURA RIVEIRO

Concepción Arenal nació en Ferrol, una ciudad rodeada de mar, de esas donde los pájaros son gaviotas. En aquel tiempo todo el mundo se trataba de usted y las mujeres solo podían hacer una cosa en la vida: echarse un novio, casarse, tener hijos y cuidar el resto de sus días de esos hijos y de aquel novio, que ahora era marido. Su familia era rica, pero ni siquiera el dinero podía cambiar las cosas.

Cuando el hombre de la casa moría, las mujeres de la familia se vestían como cuervos y, estuviesen tristes o alegres, ya no podían ponerse nada que no fuese negro. El padre de Concepción murió cuando ella tenía nueve años, así que, a ella, a su madre y a sus hermanas, les tocó vestir de negro durante muchos años.

Pero aquel hombre, que tenía unas ideas muy modernas, no desapareció del todo: en casa quedó su impresionante biblioteca. Cada vez que pasaba por delante de aquellos libros, Concepción sentía que la llamaban:

—¡Eh! ¡Ven aquí! ¡Aprende cosas! —

Pero cada vez que su madre la pillaba husmeando en aquella habitación se enfurecía y decía:

—¡Vosotras no tenéis que leer libros sino aprender a comportaros en sociedad! —

Es decir: ocuparse de la casa, sentarse muy rectas y expresar su opinión lo menos posible. Las hermanas de Concepción, que eran dos, obedecían, pero ella era incapaz.

Cuando cumplió quince años, a escondidas, se puso a aprender francés e italiano sin ayuda de nadie. Su madre, cuando se enteró, le riñó:

—¡Conchi! ¡Tú lo que tienes que aprender es a hacer las tareas del hogar! —.

Y Conchi, que así llamaban a Concepción cuando era joven, parapetada tras los libros de filosofía y de ciencias de su padre, le contestó:

—¿Pero, madre, por qué esto no cuenta como tareas del hogar? ¡Si lo estoy haciendo dentro de casa! —

Esto ocurría en un pequeño pueblo de Cantabria, al que Conchi, su madre y sus hermanas se habían mudado para cuidar de su abuela, que era muy anciana. En el pueblo se extendió el rumor de que la niña Conchi tenía la mala costumbre de leer.

—Ahí va la Filósofa —murmuraban a su paso.

Su madre, avergonzada, suspiraba.

—¿Por qué me habrá salido una hija tan rara? ¿Por qué no será como las demás? —

Pero Concepción, simplemente, no lo era. Y por eso, a pesar de vestir siempre de negro, todo el mundo la miraba como si fuese un babuino cubierto de pelos de colores.

Solo había una persona que nunca se reía de ella y que le devolvía una sonrisa de arcoíris siempre que la veía: su abuela.

Cuando la anciana murió, Concepción recibió una noticia tan buena que casi le dio vergüenza sentirse alegre: le había dejado todo su dinero. Al poco tiempo murió su madre también y aunque estaba muy, muy triste, se dio cuenta de que ahora era libre. ¡Y rica! ¿Qué podía hacer con aquella fortuna?

La misma voz que la llamaba desde la biblioteca le dijo:

—¡Ve a la universidad a estudiar! — Y eso hizo.

Cuando llegó a Facultad de Derecho, Concepción se encontró con que su dinero y sus ganas tremendas de aprender no eran suficientes. Allí solo admitían a chicos. Todos los profesores, que por supuesto eran hombres y también vestían con colores oscuros, le dijeron que no era bienvenida. Se puso tan triste como el día en que murió su abuela y, de pronto, echó de menos el mar de Ferrol y las montañas verdes de Cantabria.

Pero ella, que nunca había sido obediente, pensó que no quería pasar el resto de su vida poniendo la mesa, sentándose recta y callándose la boca, así que esta vez tampoco haría caso.

—Si tengo que ser un hombre, intentaré parecerme lo más posible a uno —se dijo.

Sin pensarlo dos veces, se cortó el pelo, se embuchó unos pantalones, se puso un sombrero de copa y una capa y, ocultándose lo más posible la cara, se presentó en clase. Un plan perfecto… que no funcionó.

Muy pronto sus compañeros se dieron cuenta de que aquel tipo menudo vestido de forma tan estrafalaria era muy raro. Tan raro que era ¡una mujer!

Aquello fue un escándalo y fue expulsada inmediatamente. Pero ya hemos dicho que Concepción no era capaz de callarse cuando tenía una opinión diferente a la del resto. Por eso, pidió hablar con el rector.

—¿Pero no ve usted, señorita, que este no es un lugar para las mujeres? —le recriminó aquel hombre oscuro con solemnidad ceniza.

—Pero ¿por qué no? ¡No soy diferente a ninguno de mis compañeros! ¡Yo también puedo leer y aprender! —repuso ella mirándole con ojos de luz blanca.

—¡Ah! ¿Sí? —le dijo él con mirada negra—

—¡Sí! ¡Y puedo demostrarlo! —le contestó ella.

—El rector miró a Concepción como si, a pesar de sus ropas negras, fuese un ornitorrinco cubierto de plumas multicolores y le dijo:

De acuerdo. Si de verdad es tan lista, le pondré un examen. Si lo aprueba, podrá ir a clase, ¡pero con mis condiciones! —.

Concepción lo aprobó. ¡Con sobresaliente! Así que al rector no le quedó más remedio que dejar que se quedase a escuchar las clases.

 

Nunca le dieron el título, pero gracias a lo que hizo, años después, el 8 de marzo del año 1910, en España se permitió a las mujeres estudiar en centros de enseñanza. Y por eso el 8 de marzo es una fecha importante, tan importante como que siempre hagas caso a la voz interior que te dice lo que realmente quieres hacer con tu vida.

 

Y así fue como Concepción Arenal se convirtió en la primera mujer en España que fue a la universidad. Ocurrió en 1842. Desde entonces, luchó toda su vida por defender la igualdad en educación y en oportunidades entre hombres y mujeres.

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La protagonista

Concepción Arenal

Licenciada en Derecho, visitadora de prisiones, periodista y escritora española encuadrada en el Realismo literario, fue además pionera en el feminismo español. Nació en Ferrol en 1820.