Isabel de Braganza, el hada madrina del Museo del Prado

CUENTO: ITXASO RECONDO | ILUSTRACIÓN: BEATRIZ MENÉNDEZ

Esta historia empieza en un palacio de la ciudad de Lisboa. Hay mucho revuelo porque acaba de nacer un bebé.

—¡Santo cielo! ¡Nunca había visto una criatura tan extraña! ¡Ha nacido con un pincel en la mano! —exclamó una de las damas comadronas.

—Señora, ¿recuerda haberse tragado un pincel mientras estaba embarazada? —le preguntó el doctor a la madre del bebé.

—¿Un pincel? ¿Usted me ve cara de tonta o qué?

El bebé era una niña y la llamaron Isabel. A los pocos meses ya gateaba por todo el palacio, sin soltarse de su pincel ni para dormir. Lo movía como si estuviera pintando con él miles de cuadros. A sus padres esto no les hacía ninguna gracia.

—¡Haced algo con esta criatura o cuando crezca nos volverá locos! —les decían sus padres a las sirvientas que cuidaban de la niña.

La vida en aquel palacio no era muy divertida. Cada año nacía un niño más en la familia,  los padres se pasaban el día discutiendo y a Isabel le hacían tan poco caso que se olvidaron de su pincel. Un día, el padre se puso más serio que de costumbre y mientras cenaban les informó de lo siguiente:

—Tenemos que marcharnos lejos. Pronto llegarán los soldados de Napoleón y querrán matarnos. Estamos en peligro.

—¿A dónde nos iremos? —preguntó Isabel. Aunque solo tenía diez años, ella era la mayor de los ocho hermanos, y quería saber más.

—Nos iremos a Brasil, allí estaremos a salvo.

Los días siguientes el palacio se llenó de maletas, sacos, bultos y mucho jaleo. Cerraron puertas y ventanas con muchos candados y partieron en un barco enorme que zarpó del puerto de Lisboa rumbo a América.

En su nueva casa, Isabel tuvo la suerte de tener unos muy buenos profes que le enseñaron ciencias, lengua, historia… y lo que más le gustaba, pintar. Pronto aprendió a dibujar paisajes, retratos, fruteros llenos de comida. Pintaba a su caballo mientras este dormía, también le hacía cuadros a su perro o se escondía en el jardín con sus pinceles.

—Caballito, déjame que te dibuje, estate quieto un rato, porfi —le decía a su caballo.

—Bueno, vale, posaré para ti y si me dibujas todo lo guapo que soy, te llevaré volando —le respondió un día su caballo.

—¿Sabes volar?

—¡Solo unos pocos caballos sabemos volar! Pero tienes que pintarme super guapo.

Isabel se esforzaba día tras día para conseguir que su caballo estuviera satisfecho con el cuadro que le hacía, pero siempre le faltaba algún detalle. Y así pasó el tiempo e Isabel se fue haciendo mayor.

—Isabel, ya va siendo hora de que te cases. Tu tío Fernando, que es rey de España, nos ha pedido que seas tú su mujer.

—¡Pero si solo tengo dieciocho años! No quiero irme… yo solo quiero pintar y a ese señor no lo conozco…

—Es una orden. Te casarás con él y serás la reina de España. Porque lo manda tu familia.

 

La pobre Isabel se moría de pena. Menos mal que su hermana María Francisca también iba a viajar a España para casarse con un hermano del rey Fernando. Al menos estarían juntas.

Las dos bodas se celebraron el mismo día, en la iglesia de San Francisco el Grande de Madrid. Isabel no hacía más que acordarse de su caballo, de sus clases de pintura, de sus paseos por el campo… El rey Fernando resultó ser bastante mandón y a ella no le gustaba nada. Pero lo bueno de ser reina es que vives en casas muy bonitas y te vas de vacaciones a unos sitios muy guays, y eso le pasó a Isabel.

Un día, mientras estaba visitando el Monasterio de El Escorial, la reina Isabel entró por un pasadizo a una sala muy oscura donde había muchísimos cuadros amontonados y llenos de polvo y telas de araña. De pronto recordó a su caballo, su pincel, sus días pintando en Brasil, y le entró mucha rabia.

—¿Cómo se pueden tener estos tesoros como si fueran unos trastos en la basura? —gritó muy enfadada— Limpiad de inmediato todo esto, ordenarlo y guardarlo bajo siete llaves en mi palacio de Riofrío —ordenó a sus sirvientes.

—Majestad, permítame que le dé un consejo —respondió de lejos una voz muy ronca y potente—. Debería guardar esos tesoros en un lugar más seguro.

—¿Y qué me sugiere, don Francisco? —preguntó la reina.

—Que los lleve a Madrid. Allá podrían verlos y disfrutarlos muchas gentes.

—Le haré caso una vez más, maestro Goya, de usted me fío porque siempre dice lo que piensa. Buscaré un palacio en Madrid.

Llenaron los carruajes con todas aquellas obras de arte y la misma reina se encargó de dirigir el camino hacia Madrid. Cuando su marido el rey la vio llegar se echó las manos a la cabeza.

—¿Te has vuelto loca? ¿Dónde vas a meter todo eso?

—Yo me ocuparé de este asunto, tranquilo. Y haré que venga gente de todo el mundo para ver estos tesoros.

—Haz lo que quieras, yo tengo cosas más importantes que atender.

Y así fue como hace ahora 200 años, la reina Isabel de Braganza creó uno de los mejores museos del mundo, el Museo del Prado. Tenía solo veinte años. El final es un poco triste porque Isabel se murió un año antes de abrir el museo, mientras daba a luz a un niño, que también murió.

—¿Y qué fue de su caballo? —Bueno, esa es… otra historia.
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ISABEL DE BRAGANZA

María Isabel de Braganza nació en Lisboa el 19 de mayo de 1797, hija de Juan VI de Portugal y de Carlota Joaquina de Borbón, se convirtió en reina de España al casarse, el 28 de septiembre de 1816, con su tío, Fernando VII. Fue su segunda esposa. La reina Isabel destacó por su cultura y afición por el arte. De ella partió la iniciativa de reunir las obras de arte que habían atesorado los monarcas españoles y crear un museo real, el futuro Museo del Prado, que fue inaugurado el 19 de noviembre de 1819, un año después de su muerte.