María Jesús Sánchez, la Gigante de la Bola del Mundo

CUENTO: TÁBITA CASAS SÁNCHEZ | ILUSTRACIÓN: PALOMA LÓPEZ LEARTE

Desde el pueblo, atravesando los prados ahora cubiertos de nieve, un sendero conduce hasta los pies de la montaña. Por el empinado camino, una fría mañana de invierno, sube una niña con unos pesados esquís de madera al hombro. Hace mucho frío y sopla ventisca. La niña va muy abrigada para hacer frente a la dura nevada. Su figura es apenas un punto negro sobre un enorme paisaje blanco. Se dirige hacia la cima de la montaña, a la Bola del Mundo.

Aquella montaña era la de Navacerrada, en los años cincuenta, cuando no había remontes ni pistas de esquí. Solo la nieve por todas partes. La niña se llamaba María Jesús, y lo que más le gustaba del mundo era subir hasta lo más alto para deslizarse después ladera abajo con sus esquís a toda velocidad.

En el Puerto de Navacerrada no había colegio ni tiempo para aprender. Tampoco había tiendas. Eran unos pocos los niños y niñas que allí vivían. Algunos, los más favorecidos, pasaban la semana alejados de sus familias en colegios internos de Madrid. El resto aprendía a leer, escribir y hacer las cuentas básicas yendo en el tren, cuando el tiempo lo permitía, en un viaje de una hora de ida y otra de vuelta al colegio de Cercedilla.

No había muchas amigas con las que jugar; lo que sí había era trabajo, mucho trabajo, en Las Brañas, el hostal restaurante de sus padres; y en invierno hacía frío y había nieve, mucha nieve. Así que, cuando el trabajo de secar cubiertos, doblar servilletas y manteles, pelar judías, acarrear leña y hacer camas terminaba y los clientes se marchaban de Las Brañas, María Jesús cambiaba su falda por unos pantalones, se echaba sus esquís de madera al hombro y comenzaba a subir la nevada ladera lentamente, con mucho esfuerzo, para después disfrutar de una veloz bajada sobre sus esquís.

Su madre y su hermano le enseñaron a ponerse los esquís con apenas cinco años y ya no supo parar de esquiar. No tenía entrenador, así que aprendió de practicarlo una y otra vez. Cada día, cuando terminaba su trabajo, preguntaba:

—Papá, ¿puedo ir ya a esquiar? ¿Terminé mi trabajo?

Y así, con un jersey de lana tejido por ella misma, pantalones, guantes y poco más, destacó desde muy pequeña en las competiciones infantiles que se celebraban en Madrid.

Tiempo después, María Jesús se enteró de que algunos chicos de la zona participaban en otras competiciones fuera de Madrid, así que habló con su madre:

—Mamá, ¿puedo ir con ellos? —preguntó María Jesús.

—Las chicas no pueden viajar sin sus padres —contestó su madre.

—¡Pues voy con vosotros! —exclamó la niña muy contenta.

—No podemos, cariño. Tenemos un negocio que atender…

Aquello no tuvo remedio, así que María Jesús siguió esquiando y esperando su oportunidad.

 

Y la oportunidad llegó. Un buen día, una competición nacional se celebró en su propia «casa», en Navacerrada. Vinieron chicas de toda España. Aquel día, María Jesús voló con sus esquís sobre la pista y ganó la carrera.

Y así fue como María Jesús Sánchez, a los quince años, sin ningún entrenamiento y solo con su esfuerzo y tenacidad, se proclamó campeona de España de Gigante en la categoría juvenil y tercera en el Eslalon Especial.

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María Jesús Sánchez

María Jesús Sánchez vivió en el Puerto de Navacerrada, cuna de grandes esquiadores de esa época, algunos de ellos olímpicos, como su hermano. En 1964 y 1965 volvió a quedar entre las tres primeras en Slalom Especial.
Dejó de esquiar y de competir cuando se trasladó a Madrid a vivir. Siempre habla del esquí como su gran pasión. Este cuento lo ha escrito su hija, Tábita Casas Sánchez