Isabel de Trastámara, la reina más poderosa del mundo

CUENTO: ANA ROMERO | ILUSTRACIÓN: AITOR HERNÁNDEZ-MORALES

Isabel fue siempre una niña rebelde, una chica que se crió sin familia en un mundo violento y cruel gobernado por hombres.

De pelo oro apagado, ojos de color agua clara y cuerpo menudo, creció en la adversidad y le hizo frente. A la muerte, a la enfermedad, a la soledad. Con tres años quedó huérfana de padre. Con diez años, su madre enloqueció y fue apartada de ella. A los diecisiete perdió a Alfonso, su hermano pequeño. Su hermanastro mayor, el rey Enrique IV, la detestaba.

Pero a todo y a todos impuso su mente ágil, su voluntad de hierro, su fe inquebrantable, su disciplina, su decisión, su confianza en sí misma, su inteligencia, su espíritu asertivo, su transgresión. Así llegó más alto que ninguna mujer en la historia de la humanidad.

A los dieciocho años, en su boda clandestina en Valladolid. Allí llegó escapada una mañana fría y gris, y así habló a su futuro esposo, Fernando, su primo segundo de diecisiete años:

—Te he elegido yo y solo yo como esposo, en contra de la voluntad del Rey y sin el permiso del Papa. Pero a Dios pongo por testigo de nuestro amor y de nuestra determinación por reinar, cada uno, en Castilla y Aragón.

A los diecinueve años, en su primer parto, sin anestesia ni medicina, sin que apenas la oyesen quejarse en los momentos de mayor dolor.

A los veintitrés años, en su coronación en Segovia. Allí, en la Plaza Mayor, hizo lo que ninguna mujer había hecho antes: tomar entre sus manos una espada, símbolo máximo del poder real que ella iba a ejercer.

A los veinticuatro años, en el campo de batalla en Tordesillas, donde un mes después de perder otro bebé que esperaba, acudió al frente para defender su corona. Allí lideró a los mil quinientos hombres que lucharon bajo su estandarte y a los que habló así:

—Solo soy una débil mujer, pero antes de huir del enemigo he de descubrir si la fortuna está de mi lado.

Y así fue como Isabel de Trastámara, la reina Isabel I de Castilla, llamada Isabel la Católica, se convirtió en la mujer más poderosa de Europa, que en ese tiempo era como decir del mundo. Con su tenacidad, sembró el camino que llevó al nacimiento del Imperio español.

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Isabel de Trastámara

Nacida en Madrigal de las Altas Torres (Ávila) el 22 de abril de 1451, Isabel de Trastámara o Isabel I de Castilla era hija de Juan II de Castilla y de Isabel de Portugal. Fue reina de Castilla desde 1474 hasta 1504. Dio su apoyo a Cristobal Colón en su viaje en 1492 hacia la conquista de América. Murió el 26 de noviembre de 1504 en Medina del Campo (Valladolid).

María Moliner, todas las palabras del mundo

CUENTO: ADRIANA HERREROS | ILUSTRACIÓN: CLARA MONTAGUT

La niña María Juana Moliner Ruiz vino al mundo en una fecha extraordinaria, recién estrenado el siglo: el 31 de marzo de 1900. Y vino a nacer en Paniza, Zaragoza, un pequeño pueblo en lo alto de un cerro rodeado de viñas, entre dos ríos. Cuentan que ese fue un año muy normal, a pesar de todo.

Pronto, cuando la pequeña María tiene cuatro años, la familia al completo se traslada a vivir a Madrid.

Enrique Moliner Sanz, Enrique padre, médico de profesión, era un hombre de ideas modernas, liberales, tenía muchísimos libros e iba muy elegante.

Quiso así que su hijo y sus hijas estudiaran en un cole nuevo, distinto y muy especial, rodeado de un jardín enorme por el que se paseaba mucho: la Institución libre de Enseñanza (la Insti). Un colegio bastante mágico, lleno de sabios y sabias, donde María aprendió cosas fascinantes, un montón de palabras nuevas, a leer y a escribir. Y donde aprendió también que todos los niños y todas las niñas tienen derecho a saber leer y a saber escribir. Y eso lo cambió todo.

—Mamá, quiero trabajar en el sitio donde viven las palabras. Quiero conocerlas todas.

—Todavía falta mucho para eso, María. Termínate la merienda.

Hace no tantos años, las niñas abandonaban muy pronto la escuela, antes que los niños, para ayudar a la familia en las tareas de casa y cuidar a sus otros hermanos. Pero la joven María Moliner logra seguir estudiando e ir a la universidad. Cumple su sueño y se matricula en la facultad de Filosofía y Letras para conocerlo todo sobre todas las palabras.

Era algo muy, muy raro escuchar voces y risas femeninas en las aulas universitarias:

—¡Solo somos cinco chicas en mi clase! Y los chicos salen a nuestro encuentro, nos ceden el paso y nos sujetan la puerta. Yo preferiría pasar desapercibida.

En solo dos años –¡un tiempo récord!– termina la carrera con sobresaliente.

María no quería una vida normal. Era atrevida, tenaz, curiosa, amaba las palabras y las plantas.

—¡Hay tanto que aprender! —pensaba inquieta.

Fue la sexta mujer en conseguir plaza en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos. Y la más joven.

Y trabajó en todos esos sitios donde viven las palabras, las viejas y las nuevas. Fue archivera, maestra de gramática y literatura, pedagoga, puso en pie decenas de bibliotecas, repartió miles de libros y fomentó la lectura. También se casó y tuvo hijos.

Después vino la guerra, una demasiado larga. Y los años de después de una guerra, que siempre son peores para los vencidos. Y María perdió su trabajo atesorando palabras. Se le rompió un poco el corazón.

Pero este cuento no acaba aquí: casi, casi comienza ahora.

Llegaba esa hora difícil de la tarde y María se sentía vacía, triste. Así que un buen día, cogió un papel, se sentó y empezó a escribir un diccionario. Un libro con todas las palabras. El más completo y claro porque no solo explicaba su significado, sino también cómo se usan.

Las palabras, todas ellas, le bailaban en la cabeza. Ahora, por fin, era momento de ordenarlas, de contar todo lo aprendido, de explicarlas mejor a través de sinónimos y palabras afines.

—Lo haré en dos años —dijo cuando empezó.

Pero tardó quince años en escribir su diccionario. Y lo hizo en la calle Don Quijote de Madrid, y esto es bastante bonito. Escribía todos los días, sola y a lápiz. Dos tomos y unas 3.000 páginas en total, con 190.000 definiciones de palabras claras y sin pretensiones.

 

Y así fue como una de las mentes más excepcionales de nuestro país, María Moliner, escribió una de las obras fundamentales de la lengua castellana, un diccionario único, el más útil, completo y audaz: el Diccionario de uso del español.

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María Moliner

María Moliner Ruiz fue bibliotecaria, filóloga y lexicógrafa y autora del Diccionario de uso del español.

Soledad Lorenzo, la dama blanca del arte español

CUENTO: YLENIA ÁLVAREZ | ILUSTRACIÓN: JESÚS LEARTE

Soledad es alta y delgada y tiene la piel muy morena. Lleva el pelo de color blanco perla y cuando se mueve emite pequeños destellos de luz. Es distinguida, elegante, magnética. Si por casualidad te cruzas por la calle con ella, es fácil que sientas una gran atracción por observarla en silencio. Algo parecido a una fascinación profunda. ¿El motivo? Es bastante sencillo. Es una mujer con una fuerza interior enorme.

Nació–hace más de ochenta años– en Torrelavega, un pueblo de Cantabria donde pasó parte de su infancia. Pero llegó la Guerra Civil y las cosas se pusieron difíciles para ella y su familia en la zona, así que tuvieron que irse a Madrid, a Zaragoza y a Barcelona. Fue justo en la ciudad catalana donde, pegadita del brazo de su padre, comenzó a ir a tertulias, museos y exposiciones, y creció con el respeto por la cultura y el amor por el arte.

Con veintidós años se casó y se fue a vivir a Londres, la ciudad del Big Ben y de las famosas cabinas de teléfono rojas. Allí fue muy feliz hasta que su vida dio un vuelco y se volvió complicada. Gris. Triste. Su marido murió y poco después también sus queridos padres y sus dos hermanos. En diez años se quedó sola.

Sin embargo, a pesar del profundo dolor que sentía dentro, un buen día Soledad se sentó en la cama y se gritó:

—¡No seas tonta! ¡Estás viva! ¿De qué te quejas?

Entonces decidió cambiar el rumbo de su vida. Regresó a España y empezó a trabajar en una galería para promocionar a artistas. La emoción que le daba ver y descubrir el arte le hacía sentirse tan bien, que pronto montó su propio espacio, luminoso y con personalidad, en el centro de Madrid.

Por las paredes de su galería pasaron obras de grandes pintores y escultores. Infinidad de artistas. La mayoría, cuando Soledad se fijó en ellos, no eran muy conocidos, pero hoy son famosos en todo el mundo y sus cuadros valen cientos de miles de euros –o sea, montañas de billetes–.

Gracias a Soledad, la obra de estos artistas fue creciendo y gracias al arte, Soledad fue saliendo de su negra burbuja y las piezas del puzle de su vida encajaron otra vez. Sin duda, lo que vivimos de pequeños nos enseña cosas muy valiosas para la vida.

El arte puede rescatar a las personas. Cuando el suelo parece romperse a nuestros pies, la luz, el color o la emoción que desprende una gran obra puede cambiar nuestro estado de ánimo. El arte puede hacernos sentir vivos en momentos duros o débiles.

Pasó casi cuarenta años trabajando como galerista de arte, pero un buen día, Soledad decidió que ya estaba muy mayor y que nada podía durar para siempre:

—Debo cerrar mi galería, pero ¿qué haré con todos los cuadros que he ido adquiriendo con el paso de los años?

 

Pensó durante algún tiempo hasta que dio con una solución genial:

—Quiero regalar todos mis cuadros a un gran museo nacional para que todo el mundo pueda disfrutar del arte como lo he hecho yo.

Y así fue como, poco a poco, con mucho trabajo, Soledad Lorenzo se convirtió en una de las galeristas de arte contemporáneo más reputadas del siglo XX en España y Europa. Y hasta se hizo popular la expresión: «¡Me he comprado un «soledad lorenzo!» cuando alguien se llevaba un cuadro de su galería.

Entre las mejores cosas que he hecho está el donar mi colección. No tengo duda. Quién me iba a decir a mí que un día mis obras estarían en un museo. ¡En un museo tan increíble!”.
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Soledad Lorenzo

Nacida en la localidad cántabra de Torrelavega el 13 de septiembre de 1937, Soledad Lorenzo es una galerista de arte contemporáneo, referente indiscutible del mercado del arte en nuestro país en el último cuarto del siglo XX.

María Blasco, el sueño de vivir más para saber más

CUENTO: RAQUEL MARCOS | ILUSTRACIÓN: JAVIER TASCÓN

María nació en un pueblito de Alicante, y creció entre viñas y campos de almendros y aceitunas. Era una niña inquieta y con mucha determinación, y tenía una gran pasión: investigar y descubrir cosas nuevas. Siempre quería saber más. Le gustaba imaginar que era una exploradora que se adentraba en territorios que nadie había pisado antes, o que era una gran investigadora que descubría secretos escondidos.

En su pueblo, Verdegás, todo el mundo la conocía. Los trescientos habitantes, todos ellos, estaban seguros de que María conseguiría lo que se propusiera porque no se detenía ante nada, y siempre, siempre, quería saber más. Si veía una araña fabricando su tela quería saber por qué y cómo lo hacía; cuando lo descubría, quería conocer de qué estaba hecha la tela; cuando lo averiguaba, se preguntaba si todas las telas de araña tenían la misma forma, y cuando sabía que había telas en forma de embudo, de cortina o de sábana, aún quería saber más y más. Así era María.

Como le divertía tanto saber cosas, todo tipo de cosas, le encantaba aprender de música, de arte, de literatura, de cine o de historia. Y también de ciencia: un día pidió a sus padres un juego de química, pero era tan grande su curiosidad que aún estaba muy lejos de decidir qué quería ser de mayor. ¿Letras o ciencias? ¿Pintura o literatura? ¿Rock o música clásica? ¿Mar o campos infinitos?

—Si a mí me gusta todo y quiero saberlo todo y conocerlo todo, ¿cómo voy a elegir? —pensaba María.

Así crecía María, investigando e investigando, descubriendo y descubriendo. Como una exploradora o una detective. Llegó al instituto y aún no sabía qué quería ser de mayor.

—Solo sé que quiero saber más.

Un día, un profesor explicó qué era la biología molecular y la ingeniería genética. Y María se dijo por primera vez:

—¡Eureka! ¡Ya sé lo que quiero ser! Quiero ser científica y saber cómo funcionamos las personas y por qué a nuestro cuerpo le pasan las cosas que le pasan.

Y así se propuso saberlo todo sobre las células, que son las partículas más pequeñas de las que estamos hechos todos los seres vivos.

Como María tenía tanta determinación, estudió y se marchó de su pueblito rumbo a la ciudad y de ahí rumbo a una ciudad todavía más grande, Nueva York.

Dos importantes científicas la acogieron en sus laboratorios y así María aprendió que las chicas pueden ser grandes investigadoras y también que un laboratorio es como una cabaña en el árbol: un refugio donde todo es posible.

Investigando las células, María descubrió la telomerasa, un gen que lo mismo sirve para conseguir que vivamos 140 años que para avanzar en la lucha contra enfermedades como el cáncer.

—¡Eureka! —volvió a decir María, feliz.

Porque sabía que cuantos más años vivamos y más sanos estemos, más tiempo tendremos para investigar y descubrir más y más cosas importantes.

Y así fue como María Blasco, una exploradora de la Ciencia, cumplió su sueño: descubrir los secretos escondidos dentro de nosotros mismos. Ahora dirige el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas y es una de las científicas más reconocidas del mundo.  

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María Blasco

María Blasco es una científica que desde el 22 de junio de 2011 dirige en España el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas.

Oliva Sabuco, filósofa

CUENTO: ANGÉLICA RUIZ | ILUSTRACIÓN: LUZ ESTEVAN

—Sofía. Tienes deberes.

El padre de Sofía miraba atento la pantalla de su teléfono móvil donde la aplicación del cole mostraba una alerta:

«Sofía ha de encontrar el nombre de la persona que en el Renacimiento y con tan solo veinte años escribió un importante libro de filosofía y cuyo apellido, en algunos lugares, también se dicematapulgas’».

—Papá, ¿Cómo va a llamarse nadie «matapulgas»?

—No lo sé, hija, no me suena, pero es tu tarea resolver este enigma.

Sofía buscó «matapulgas» en Google y no aparecía nada ni nadie relacionado con la filosofía. ¡Y ella que pensaba que en Google estaba todo!

¡Vaya pistas más malas! Con aquello no podía localizar nada.

—Papá, pídele al profe si me puede enviar alguna pista más.

Su padre abrió la aplicación y escribió:

«¿Me puede dar una pista más sobre el filósofo?».

Al momento un sonido de campanilla indicó que llegaba aquella ayuda digital:

«Su nombre es el seudónimo de uno de los protagonistas de la película La habitación de Fermat. Parte de la solución también estará en la botánica».

Se lanzó como loca de nuevo a Google y se encontró enseguida que los personajes de la peli usaban nombres un poco raros: Fermat, Hilbert, Pascal, Galoise y Sabuco.

Comprobó los primeros: eran matemáticos famosos. Fue leyendo sus biografías de la Wikipedia y descubrió que Galoise era un joven que había muerto fusilado a los veinte años. Podía ser este chico francés.

Pero no, ni Galoise era del Renacimiento ni quería decir «matapulgas» en francés, y, además, había sido un gran matemático, pero no filósofo. Los demás protagonistas estaban descartados por mayores.

—A ver si el último…

De nuevo la búsqueda en Google: Sabuco, era… Oliva, una joven filosofa española del Renacimiento que había escrito un libro conocido en toda Europa. ¡Aquello prometía! Pero Sabuco era un apellido que en nada se parecía a «matapulgas».

Su profe le había dicho que «pensara en la botánica». El nombre era Oliva y eso era un fruto, pero por si acaso buscó «Sabuco y plantas» y descubrió que sabuco era uno de los nombres de un arbusto: el sauco. Y, claro, una planta tiene muchos nombres y buscando y rebuscando se encontró que en algunos sitios al sauco lo llaman «matapulgas».

La importante filósofa del Renacimiento había sido una chica de tan solo veinte años: Olivia Sabuco. Pero ¿una mujer joven y filósofa en aquella época? Allí parecía empezar otro misterio que Sofía no iba a dejar pasar.

Volvió a escribir en su ordenador «Olivia Sabuco» y pulsó el botón de buscar.

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Oliva Sabuco

Conocida como Oliva Sabuco de Barrera, nació en Alcaraz (Albacete), en 1562, y murió en 1620. Fue una adelantada a su tiempo. Famosa por su “Nueva Filosofía de la Naturaleza del Hombre”, una revolucionaria obra de carácter científico de valor excepcional de gran éxito en su época y prohibida por la Inquisición. Entre otros aspectos, adelantaba las descripciones médicas de la depresión

María Jesús Sánchez, la Gigante de la Bola del Mundo

CUENTO: TÁBITA CASAS SÁNCHEZ | ILUSTRACIÓN: PALOMA LÓPEZ LEARTE

Desde el pueblo, atravesando los prados ahora cubiertos de nieve, un sendero conduce hasta los pies de la montaña. Por el empinado camino, una fría mañana de invierno, sube una niña con unos pesados esquís de madera al hombro. Hace mucho frío y sopla ventisca. La niña va muy abrigada para hacer frente a la dura nevada. Su figura es apenas un punto negro sobre un enorme paisaje blanco. Se dirige hacia la cima de la montaña, a la Bola del Mundo.

Aquella montaña era la de Navacerrada, en los años cincuenta, cuando no había remontes ni pistas de esquí. Solo la nieve por todas partes. La niña se llamaba María Jesús, y lo que más le gustaba del mundo era subir hasta lo más alto para deslizarse después ladera abajo con sus esquís a toda velocidad.

En el Puerto de Navacerrada no había colegio ni tiempo para aprender. Tampoco había tiendas. Eran unos pocos los niños y niñas que allí vivían. Algunos, los más favorecidos, pasaban la semana alejados de sus familias en colegios internos de Madrid. El resto aprendía a leer, escribir y hacer las cuentas básicas yendo en el tren, cuando el tiempo lo permitía, en un viaje de una hora de ida y otra de vuelta al colegio de Cercedilla.

No había muchas amigas con las que jugar; lo que sí había era trabajo, mucho trabajo, en Las Brañas, el hostal restaurante de sus padres; y en invierno hacía frío y había nieve, mucha nieve. Así que, cuando el trabajo de secar cubiertos, doblar servilletas y manteles, pelar judías, acarrear leña y hacer camas terminaba y los clientes se marchaban de Las Brañas, María Jesús cambiaba su falda por unos pantalones, se echaba sus esquís de madera al hombro y comenzaba a subir la nevada ladera lentamente, con mucho esfuerzo, para después disfrutar de una veloz bajada sobre sus esquís.

Su madre y su hermano le enseñaron a ponerse los esquís con apenas cinco años y ya no supo parar de esquiar. No tenía entrenador, así que aprendió de practicarlo una y otra vez. Cada día, cuando terminaba su trabajo, preguntaba:

—Papá, ¿puedo ir ya a esquiar? ¿Terminé mi trabajo?

Y así, con un jersey de lana tejido por ella misma, pantalones, guantes y poco más, destacó desde muy pequeña en las competiciones infantiles que se celebraban en Madrid.

Tiempo después, María Jesús se enteró de que algunos chicos de la zona participaban en otras competiciones fuera de Madrid, así que habló con su madre:

—Mamá, ¿puedo ir con ellos? —preguntó María Jesús.

—Las chicas no pueden viajar sin sus padres —contestó su madre.

—¡Pues voy con vosotros! —exclamó la niña muy contenta.

—No podemos, cariño. Tenemos un negocio que atender…

Aquello no tuvo remedio, así que María Jesús siguió esquiando y esperando su oportunidad.

 

Y la oportunidad llegó. Un buen día, una competición nacional se celebró en su propia «casa», en Navacerrada. Vinieron chicas de toda España. Aquel día, María Jesús voló con sus esquís sobre la pista y ganó la carrera.

Y así fue como María Jesús Sánchez, a los quince años, sin ningún entrenamiento y solo con su esfuerzo y tenacidad, se proclamó campeona de España de Gigante en la categoría juvenil y tercera en el Eslalon Especial.

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María Jesús Sánchez

María Jesús Sánchez vivió en el Puerto de Navacerrada, cuna de grandes esquiadores de esa época, algunos de ellos olímpicos, como su hermano. En 1964 y 1965 volvió a quedar entre las tres primeras en Slalom Especial.
Dejó de esquiar y de competir cuando se trasladó a Madrid a vivir. Siempre habla del esquí como su gran pasión. Este cuento lo ha escrito su hija, Tábita Casas Sánchez

Dolores Ibárruri, la Pasionaria

CUENTO: ANA CERMEÑO | ILUSTRACIÓN: RAFA HÖRH

La niña Dolores nació en un pueblo de Vizcaya, Gallarta, donde su padre trabajaba de minero. Su madre la llevaba cada día a la escuela. A Dolores le encantaba y siempre le decía a su madre:

—Yo de mayor quiero ser maestra.

Pero tuvo que dejar los estudios para ponerse a coser y ayudar a su familia. Así empezó todo. Como costurera, en el taller vio que los obreros y las obreras trabajaban de sol a sol, en condiciones muy duras, por muy poco dinero y sin ningún derecho.

—No se puede vivir así. ¡No se puede! —pensaba Dolores.

También se dio cuenta de que las mujeres tenían más deberes todavía que los hombres: dedicarse a la casa y a los niños, sin que nadie les reconociese su esfuerzo.

Se enamoró de un minero y con él fue mamá de seis hijos. En los pocos ratos libres que le dejaban la casa y los niños leía mucho. Un día cayó en sus manos un libro que decía: «Las mujeres, obreras o señoras, son libres para elegir su destino». Aquella frase le hizo soñar que con sus ideas podía mejorar la vida de las personas.

Tenía veintitrés años cuando los trabajadores, entre ellos su marido, fueron a la huelga para luchar por sus derechos. Entonces Dolores pensó que el mundo era más grande que las cuatro paredes de su casa y tomó la decisión que cambió su vida: escribió en un periódico a favor de los derechos de los obreros. Como era viernes de Pasión, en Semana Santa, firmó el artículo como «Pasionaria», y esa pasión que puso a sus palabras hizo que ya todo el mundo la conociese para siempre con este nombre: Pasionaria.

Dolores se apuntó al Partido Comunista. Contaba sus ideas tan bien que empezó a brillar, aunque ella siempre vistiese de negro. Poco después, hubo una revolución obrera en Asturias y Dolores se preocupó por los niños huérfanos, a los que les buscaba familia. Dos años más tarde, estalló en España la Guerra Civil entre fascistas y comunistas, y Pasionaria, que estaba del lado de los comunistas, los animaba gritando:

—¡No pasarán! ¡No pasarán! —

Y muchos siguieron su grito de lucha. Pero los comunistas perdieron la guerra. La Pasionaria tuvo que marcharse de España y se fue a Moscú, adonde llegó con su sombrero y unos zapatos de verano. También vivió en China, en Bulgaria y en Rumanía. Le encantaba viajar, el cine y leer. Nunca se aburría: era muy inquieta y con una fuerza extraordinaria.

Volvió a España en mayo de 1977, cuando ya había democracia y se podía votar. Con ochenta y dos años fue elegida diputada por el partido de su vida, el comunista. Entró en las Cortes del brazo del escritor Rafael Alberti, con su vestido negro y el pelo recogido en un moño, como siempre se había peinado.

 

Y así fue como Pasionaria, una madre tenaz y luchadora, cumplió su sueño: romper las paredes de su casa y hacer inmensa su familia. Siempre se la recordará como la madre del Partido Comunista español y como una gran defensora de todos los obreros y obreras del mundo.

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Dolores Ibárruri

Nacida en Vizcaya el 9 de diciembre de 1895, la Pasionaria fue una histórica dirigente del Partico Comunista en España que, a su lucha política, unió la defensa de los derechos de la mujer. Vivió exiliada durante la dictadura y regresó a nuestro país en 1977. Murió en Madrid el 12 de noviembre de 1989.

Matilde Ucelay, la primera arquitecta española

CUENTO: RUTH PRADA | ILUSTRACIÓN: MALU BARNUEVO

Matilde y sus tres hermanas vivieron una infancia extraordinaria. Iban a un colegio muy moderno donde las niñas practicaban muchos deportes y todas las semanas las llevaban en tren de excursión. En su casa, recibían visitas de actores y dramaturgos como García Lorca y su padre las llevaba a conciertos y a la ópera. La vida en esa familia era muy estimulante.

Cuando a Matilde le llegó el momento de ir a la universidad, sus padres se quedaron sorprendidos con su elección:

—Quiero estudiar arquitectura — les anunció.

Le encantaban el dibujo y las matemáticas. El problema era que ninguna chica hasta entonces había estudiado esa carrera. Cuando empezó a ir a clase vio que ni siquiera había baños para chicas. No importaba, ella estaba decidida a demostrar lo mucho le gustaba lo que había elegido y se aplicó tanto que en un año hizo dos cursos.

La mayoría de los profesores la felicitaban, pero había algunos que no querían reconocer que una chica pudiera hacerlo tan bien:

—Esa chica va bien. Pero cuando llegue a mí, ya veremos —decían.

El día que terminó la carrera, sus compañeros le hicieron una fiesta. No se podían imaginar que solo unos días después estallaría la Guerra Civil y sus vidas cambiarían para siempre.

Después de la guerra, a Matilde le prohibieron trabajar como arquitecta durante cinco años, pero ella continuó diseñando proyectos, aunque los tuvieran que firmar sus compañeros.

Matilde siempre decía:

—Las mujeres, si no tienen independencia económica, no tienen libertad. —

Así que se casó, tuvo dos niños y montó un estudio de arquitectura en su propia casa donde siempre trabajó con mucha determinación.

Por las mañanas diseñaba viviendas y por las tardes cogía el tranvía y visitaba las obras. Al final se cansó de tanto tranvía y un día le dio una sorpresa a su familia, ¡se había sacado el carné de conducir y se había comprado un coche!

Matilde cogía su Seat 600, se iba a las obras para hablar con albañiles, electricistas y fontaneros y se hacía respetar en ese mundo de hombres sin perder la elegancia –siempre que podía se ponía vestidos del famoso diseñador Balenciaga–.

La primera arquitecta del país dibujaba casas con grandes ventanales para que entrara la luz, salones amplios para que la vida fuera muy cómoda y le pedía ayuda a un amigo que diseñaba paisajes para completar las viviendas con preciosos jardines.

Matilde diseñaba casas para que sus habitantes fueran felices.

Y así fue como Matilde Ucelay se convirtió en la primera arquitecta titulada española. Con decisión y determinación, consiguió dedicarse plenamente a su profesión durante más de cuarenta años. Diseño más de un centenar de proyectos.

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Matilde Ucelay

Nació en Madrid en 1912 y recibió el Premio Nacional de Arquitectura en 2004, cuatro años antes de su muerte. Sus edificios más emblemáticos son la Casa Oswald, en Puerta de Hierro, en Madrid; la Casa Benítez de Lugo, en las Palmas de Gran Canaria; y las librerías Turner e Hispano-Argentina en Madrid. El Ayuntamiento de la capital acaba de anunciar que dedicará unos jardines a la memoria de la arquitecta.

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Clara Campoamor, la defensora de las mujeres

CUENTO: RUTH PRADA | ILUSTRACIÓN: CARMEN REVUELTA

Había una vez una niña que era muy traviesa, se llamaba Clara.

Sus padres la mandaron a un internado y allí creó una sociedad secreta con algunas compañeras de su confianza: tenían que conseguir comida, aprovechando cualquier descuido de las monjas, para montarse banquetes a escondidas por las noches. ¡Qué bien se lo pasaba Clara en el colegio estudiando e inventando juegos!

Pero cuando tenía doce años su padre murió y su vida cambió de repente. La madre de Clara montó a toda prisa un taller de costura para mantener a sus hijos. Ella tuvo que dejar el colegio para ayudarla y las dos se pasaban día y noche entre telas, hilos y agujas. Cuando tenía un minuto libre, Clarita hacía lo que más le gustaba: leer todo lo que caía en sus manos.

—¡Cuánto me gustaría poder seguir estudiando! —pensaba Clara concentrada para no pincharse con la aguja.

Nadie se podía imaginar al verla así lo que lograría esa niña en la vida contando solo con sus armas: curiosidad, pasión y mucha determinación.

Cuando se hizo mayor, Clara consiguió un puesto de telegrafista y en aquel trabajo empezó a hacerse muchas preguntas: ¿Por qué las mujeres no van a la universidad? ¿Por qué los jefes son siempre hombres? ¿Quién dijo que las mujeres seamos inferiores?

—¡De eso nada! ¡Esto tiene que cambiar! —dijo Clara decidida.

Y como no había muro que la hiciera detenerse ni obstáculo que no pudiera saltar, se puso manos a la obra para alcanzar su sueño. Trabajó mucho, consiguió el dinero necesario para ir a la universidad y se hizo abogada. Con su título en la mano, se atrevió con algo extraordinario para una mujer en aquella época, abrió su propio despacho.

—Ahora podré defender a las mujeres que sufren injusticias —pensó Clara muy contenta.

Pero se dio cuenta de que, para hacer justicia, necesitaba cambiar las leyes que no reconocían los mismos derechos a las mujeres y a los hombres y que, por ejemplo, no permitían a las mujeres votar.

Como veía que los hombres no estaban por la labor, se propuso llegar al Parlamento para tomar parte en esas decisiones tan importantes y salió elegida diputada. Allí, Clara defendió sus ideas sola frente a un mundo de hombres, pero creía tanto en lo que defendía y con tanta determinación lo hizo, que alzó su voz por encima de todas las demás y logró lo impensable, ¡el derecho al voto para las mujeres!

Y así fue como esta luchadora hizo justicia a las mujeres y consiguió que, por primera vez en España, pudieran votar.

Nunca comprendí cómo los hombres creen tan fácilmente que lo son todo y cómo las mujeres aceptan tan fácilmente que no son nada
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Clara Campoamor

Escritora, política y defensora de los derechos de la mujer española, fue una de las principales impulsoras del sufragio femenino en el país, logrado en 1931 y ejercido por primera vez en las elecciones de 1933. Nació en Madrid el 12 de febrero de 1888 y murió en Lausana (Suiza) el 30 de abril de 1972