Margarita Salas: la científica tenaz que sigue rompiendo barreras

CUENTO: EVA HERRERO DE LUCAS | ILUSTRACIÓN: ISABEL POZO MONTERO

Cuando la abuelita Isabel se sentaba en su hamaca para contar historias, sus nietos se arremolinaban a su alrededor. No faltaba ni el viejo perro del abuelo que siempre tenía frío y se acurrucaba a sus pies.

—Niños, ¿sabéis que en estas tierras asturianas han nacido personas muy importantes?

—Sí, ¡muchos! —respondieron los dos a la vez.

—¿Sabéis lo que son los premios Nobel?

—Sí, ya… eso nos lo cuentan en el cole… —respondió Jaime.

—Eso está muy bien. ¿Y sabéis que en Luarca, el pueblo marinero donde vais los domingos, nació una persona que llegó a conseguir uno?

—Ah sí, ¿quién? —preguntó Lucía.

—El científico Severo Ochoa. Pero no os mováis tanto que esta historia no va de un asturiano, sino de una asturiana muy pero que muy importante.

Un día Severo Ochoa fue a comer paella a casa de un primo suyo y allí conoció a Margarita Salas, la hija de su primo. La joven estudiante de Ciencias Químicas se quedó fascinada con los trabajos de investigación del primo de su padre y éste le prometió enviarle un libro. El libro llegó desde una ciudad muy lejana llamada Nueva York, que era donde vivía Severo Ochoa, y trataba sobre la biología molecular.

—¿Y eso qué es? —replicaron los niños a la vez.

—Ummm, es difícil de explicar—respondió la abuela— veréis, nosotros estamos formados por unas cosas muy pequeñas que se llaman células, pues bien, dentro de esas células aún hay cosas más pequeñas todavía que se llaman genes y que contienen nuestra información genética, o sea, lo que nos hace rubios, morenos, altos… la biología molecular estudia el material de estos genes, que se llama ADN.

Margarita leyó el libro de cabo a rabo y ya no tuvo dudas: decidió que sería científica y que se dedicaría a descubrir todos los secretos del ADN.

En la Facultad de Ciencias Químicas estudiaba mucho y trabajaba sin descanso en el laboratorio con sus tubos de ensayo y sus potingues y no lo tuvo nada fácil puesto que estaba en un mundo de hombres.

—Abuelita —interrumpió Lucía-—¿es que los hombres habían comprado el mundo?

La abuela sonrió.

—No mi vida, no lo habían comprado, pero en esos tiempos las mujeres no solían hacer carreras universitarias, sino que se quedaban en casa y cuidaban de su familia. Pero los padres de Margarita eran diferentes y quisieron que todos sus hijos estudiaran, sin importar si eran chicos o chicas.

Además, Margarita tuvo la suerte de enamorarse de un hombre maravilloso que se llamaba Eladio y también era un apasionado de la biología molecular. Margarita y Eladio se casaron y emprendieron juntos el camino de la vida y de la investigación científica.

Margarita hizo su tesis, no sin pocos obstáculos. Años después, su director de tesis reconoció que la primera vez que habló con la joven estudiante pensó: “Bah, una chica. Le daré un tema de trabajo sin interés, y si no lo saca adelante, no importa”.

Pero resultó que sí lo sacó adelante, y de forma brillante. Por eso, recibió una beca gracias a la cual el joven matrimonio se fue a Nueva York para trabajar en el laboratorio de Severo Ochoa.

En Nueva York, Margarita y Eladio vivieron unos años apasionantes, pero decidieron que querían llevar a su país todo lo que habían aprendido. Así que volvieron a España y Margarita empezó a dirigir un laboratorio.

—¿Qué es dirigir un laboratorio, abuelita? —preguntó Jaime.

—Es como ser la jefa, la que más mandaba en el laboratorio. Con ella trabajaba un grupo de científicos.

—Ah, ¿y era buena jefa? —insistió Jaime.

—Tan buena que entre todos descubrieron un montón de cosas importantes para que nosotros podamos vivir sanos. Y no solo se dedicó a ser la jefa del laboratorio, sino que enseñaba en la facultad, era profesora.

Y esta es, mis queridos niños, la historia de una asturiana luchadora y emprendedora que eligió una profesión en la que la mayoría eran hombres, pero que, a pesar de ello, siguió adelante hasta conseguir su sueño de ser una gran científica.

—¿Y ahora es una abuelita como tú? —preguntó Lucía.

—Sí, se ha ido haciendo mayor, claro —respondió la abuela entre risas—, pero continúa trabajando a diario en su laboratorio. Su siguiente sueño es seguir haciéndolo hasta cumplir por lo menos ¡cien años!

Y así es como Margarita Salas, gracias a su pasión por la ciencia, su tesón y su entrega, se ha convertido en pionera mundial en biología molecular y una autoridad en su campo, además de un referente fundamental para las mujeres científicas en España y en el mundo.

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Margarita Salas

Nacida en la localidad asturiana de Canero el 30 de noviembre de 1938, Margarita Salas Falgueras es bioquímica. Licenciada en Ciencias Químicas por la Universidad Complutense de Madrid, fue discípula de Severo Ochoa,​ con quien trabajó en los Estados Unidos. En la actualidad es profesora vinculada ad honorem del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). y desarrolla su trabajo en el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa de Madrid. También es académica de la RAE. En 2016 se convirtió en la primera mujer en recibir la Medalla Echegaray que concede la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales.

El arte en sus manos

CUENTO: BELÉN CHILOECHES | ILUSTRACIÓN: MYRIAM VARELA

Hace mucho, mucho tiempo, hace miles de años, durante la prehistoria, una niña vivía con su familia en unas cuevas cerca del mar, en lo que ahora conocemos como Cantabria.

Unos días eran más largos y otros más cortos, todavía el verano no tenía nombre, y tampoco lo tenía el invierno. Muchas cosas se iban inventado sobre la marcha.

Aquella familia era muy grande, era una tribu en la que todos trabajaban juntos y se cuidaban los unos a los otros. Todos los días, los miembros de la tribu cooperaban en equipo para conseguir comida. Los niños y niñas de la tribu ayudaban a los mayores a encender el fuego y a construir con piedras y huesos las herramientas que necesitaban para cazar, para pescar y para recolectar y transportar los alimentos.

Los días que no les tocaba cazar, a la niña y a su madre les gustaba pintar con trazos sencillos a los animales que veían. La madre enseñaba a su hija a fabricar pinturas con pigmentos naturales. Pintaban bisontes, caballos o ciervos. También dejaban las marcas de sus manos tocando las paredes, junto a los animales, como queriendo calmarles de la oscuridad de la cueva… sin saberlo, se habían convertido en las primeras artistas del mundo.

Una noche de tormenta, mientras la tribu descansaba de un largo día de trabajo, la niña se adentró hacia las profundidades de esa cueva, hasta un lugar al que nadie había llegado antes. Llevaba consigo los preciados pigmentos, eligió el lugar más bonito de aquella pared de roca, pintó su mano con pigmento y la extendió sobre la pared para que se quedara grabada como queriendo decir “Esta soy yo y aquí estoy”.

Un día, hubo un derrumbe en la cueva y la entrada quedó bloqueada. Aquella tribu tuvo que abandonarla y buscar otra cueva segura donde refugiarse. Así que, las pinturas y la huella de la niña quedaron sepultadas en su interior sin que nadie las viera durante mucho tiempo.

Tendría que ser otra niña la que, trece mil años después, las descubriera. Fue en un paseo con su padre por los alrededores de su casa, en una zona llamada Altamira. Se adentraron en una de las grietas que habían quedado al descubierto con el paso de los años y que daban acceso a la cueva.

Su padre le había contado que en aquellas cuevas habitaron las personas de la prehistoria. Y a la niña, que se llamaba María, le gustaba imaginar cómo debía ser la vida de los niños prehistóricos de los que hablaba su padre, haciendo fuego, sin cole y desayunando ricos filetes… estaba agotada del camino y decidió sentarse en el suelo a descansar. Al levantarse, de repente, vio el techo de la cueva:

—¡Mira, Papá! ¡Hay bueyes pintados!

Su padre soltó las piedras que llevaba en las manos, miró con ojos como platos al techo y las paredes de la cueva y se quedó sin palabras.

Después del descubrimiento de María, unos científicos dijeron que las pinturas de la cueva eran muy antiguas, del Paleolítico, y que algunas podían tener más de 36.000 años. También dijeron que como las escenas de los animales representaban la caza, los pintores debían haber sido los hombres que cazaban y vivían en las cuevas… nadie se fijó en que, junto a los animales, estaban también marcadas las manos de los artistas.

Tuvieron que pasar más años todavía hasta que alguien mirara bien aquellas manos y empezara a hacerse preguntas: ¿quién había dejado esas marcas?, ¿por qué estaban ahí?

Midieron los dedos, los volúmenes y las formas. Hicieron algoritmos y fotos, compararon mucho y al final de los estudios dijeron que estaban seguros de que la mayoría de las manos pintadas en la cueva eran manos de mujer y que una de ellas, la de menor tamaño que se encontraba en la zona más alejada de la entrada, tenía que ser de un niño… o de una niña.

Y así es como ha llegado hasta nosotros el legado de las mujeres que vivían entre rocas decoradas por ellas. Tenían las manos manchadas con carbón y pigmentos naturales y con esas mismas manos con las que cazaban y encendían el fuego, también acariciaban y protegían a sus hijos del paso del tiempo, del olvido y de las historias a medias.

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Las mujeres de Altamira

Los investigadores se han preguntado quiénes fueron los primeros artistas de la prehistoria y, pese a la creencia inicial de que las pinturas rupestres fueron realizadas por los hombres, un estudio reciente asegura que la mayoría de esas obras pictóricas fueron realizadas por mujeres.

Penélope Cruz, la primera actriz española en ganar un Óscar

CUENTO: MARÍA MOYA | ILUSTRACIÓN: RAÚL ARIAS

Penélope era una niña con nombre de canción que cada tarde, al salir del colegio, iba a la peluquería de su mamá en el barrio de Alcobendas, en Madrid. Allí pasaba el rato entre tintes, pelucas y pinzas, y esperaba a que su madre acabara el trabajo. Mientras, escuchaba a las clientas comentar entre ellas sus secretos y los de las demás, en una palabra: cotillear.

Cuando oía una de aquellas historias Penélope cerraba los ojos y se imaginaba que estaba en una película en la que ella era la protagonista de lo que aquellas señoras contaban.

—Ya está, Merche —decía su madre cuando acababa de peinar a la última clienta.

Penélope volvía a abrir los ojos, recogía sus cosas y regresaba a casa de la mano de su madre, deseando que al día siguiente pasara rápido el colegio y pudiera volver a su peluquería-cine de barrio.

Sus padres le habían puesto el nombre de su canción favorita, una del músico catalán Joan Manuel Serrat. Pero ella no quería que le sucediera como a la Penélope de la canción que, enamorada de un viajero, se pasó la vida esperándolo en la estación. No, ella no vería los trenes pasar, ella tenía un plan secreto para coger uno. Así que empezó a ir a clases de ballet y de interpretación.

Un día, cuando tenía trece años, se coló en un cine a ver una película para mayores de edad del famoso director Pedro Almodóvar llamada ¡Átame!

Salió del cine y ya no tenía dudas:

—Yo quiero ser actriz y hacer una película con Almodóvar.

Cerró de nuevo los ojos, como hacía de pequeña, y empezó a ver la película de su propia vida, en la que lograba grandes papeles y trabajaba con directores muy famosos: Bigas Luna, Fernando Trueba, Sergio Castellito, Woody Allen, ¡hasta su admirado Pedro Almodóvar! Penélope se visualizaba interpretando a mujeres con mucho carácter que parecían salidas de la peluquería de su madre.

Imaginó que se iba a vivir a Hollywood, en Estados Unidos, el lugar donde se hacen las películas que más gente ve en el mundo. Y soñó que la nominaban al Óscar a la mejor actriz y que el día de la ceremonia de entrega de los premios estaba sentada junto a su madre en un impresionante teatro vestida con un precioso vestido de alta costura esperando a que leyeran el nombre de la ganadora… ¡y que pronunciaban su nombre!

—And the Oscar goes to… ¡Penélope Cruz!

Y Penélope subía a aquel enorme escenario iluminado donde descubría que su sueño era real, que se había cumplido su plan secreto, que acababa de ser la primera española en ganar un Óscar por su maravilloso trabajo, en el que ella también conseguía que el público soñara.

Y así fue como Penélope Cruz, con mucho esfuerzo y dedicación, se convirtió en la primera actriz española en ganar un Óscar, además de muchos otros premios internacionales. Desde que debutó en el cine con veintidós años, ha trabajado en más de sesenta películas rodadas en español, italiano, inglés y francés. 

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Penélope Cruz

Nacida en la localidad madrileña de Alcobendas el 28 de abril de 1974, Penélope Cruz Sánchez es la actriz más internacional del panorama español. En el año 2006 fue nominada por primera vez a los Óscar por su papel en 'Volver', de Pedro Almodóvar; no lo consiguió entonces pero sí tres años después, cuando se convirtió en la primera actriz española en conseguir el Óscar como mejor actriz de reparto gracias a la película 'Vicky Cristina Barcelona' dirigida por Woody Allen. Ha trabajado en películas por todo el mundo y cuenta, además, con tres Premios Goya, un BAFTA y un David de Donatello, la Medalla al Mérito de las Bellas Artes y el César de Honor de la Academia francesa de Cine a toda su carrera.

Lola Cañamero, la entrenadora de robots inteligentes

CUENTO: RAFAELA CAMPANI | ILUSTRACIÓN: SARA RODRÍGUEZ CARO

Lola era una niña muy muy curiosa. Creció en un pequeño pueblecito de Segovia, muy cerca de arroyos y montes donde se pasaba horas y horas observando los animales.

—Papá, ¿por qué los perros mueven la cola cuando están contentos? ¿Por qué canta el gallo cuando sale el sol? ¿Por qué los pájaros salen volando cuando me acerco a ellos? ¿Por qué los animales no hablan como yo?

El mundo le parecía un lugar fantástico lleno de maravillas por descubrir y Lola se hacía preguntas que casi nadie se hacía y que muy pocos sabían responder.

Por suerte, el papá y la mamá de Lola eran maestros, así que animaban a la pequeña a seguir haciendo preguntas y le enseñaban libros donde podía buscar las respuestas.

—¿Puedo ir a clase contigo hoy? —le preguntaba a su madre.

Le encantaba estar en las aulas mucho antes de cumplir los años para ir al cole, y a menudo se escapaba a la biblioteca para ver las fotos y dibujos de los animales.

—¡Cuando sea mayor voy a ser bióloga, mamá! —decía la niña amante de los animales y de los libros.

Lola creció y la idea de ser bióloga se quedó pequeña en sus sueños. No solo le interesaban los animales, cada vez era más curiosa y se hacía más preguntas:

—¡Quiero entender el mundo, a las personas! ¿Por qué sonreímos cuando estamos contentos y lloramos si nos ponemos tristes? ¿Qué son las emociones? ¿Para qué sirven? ¿Y la inteligencia?

Así que decidió estudiar filosofía en la universidad, una carrera que le permitiría encontrar las respuestas a todas aquellas preguntas… tenía tantas ganas de entender cómo pensamos que se puso a investigar sobre filosofía de la mente.

Un día cayó en sus manos un libro que trataba de un tema extraño: la inteligencia de las máquinas. Como era algo muy nuevo, a Lola enseguida le encantó.

—¡Quiero saber cómo la inteligencia artificial puede ayudar a imitar el pensamiento y las emociones humanas! ¡Voy a enseñar a los ordenadores a pensar!

 

 

Preparó su maleta y voló a París a estudiar sistemas informáticos. Ahí fue cuando conoció al experto Yves Kodratoff:

—Lola, debes perseguir tus sueños, luchar. No te atasques —decía su director de tesis cuando la veía despistada.

Sabía que Lola era una chica muy lista y que podría conseguir lo que se proponía. Confiaba en Lola, con su capacidad y curiosidad llegaría muy lejos.

Y así fue. Lola conoció el mundo de los robots, empezó a estudiar robótica y se doctoró en ciencia computacional. Entonces fue cuando se hizo la gran pregunta:

—¿Se puede enseñar a los robots a pensar y a emocionarse como lo hacemos las personas?

La respuesta a esta pregunta es “Sí”. Hoy, Lola es una científica que enseña emociones a robots para que tomen decisiones por sí solos. Creó a Nao, el primer robot capaz de demostrar sentimientos; Nao se pone triste, contento o siente miedo y busca un abrazo de consuelo o una sonrisa de complicidad.

Lola lo logró inspirándose en los animales que observaba cuando era pequeña y también fijándose en los niños humanos.

Y así es como Lola Cañamero ha conseguido dar respuesta a nuevas preguntas y se ha convertido en una científica que enseña a los robots a conmoverse y comportarse como lo hacemos los humanos.

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Lola Cañamero

Lola Cañamero Matesanz es científica. Doctora en Filosofía, es especialista en Inteligencia Artificial y estudia el comportamiento emocional de los robots. Es profesora en The School of Computers Science' de la Universidad de Hertfordshire, en Londres, donde dirige la investigación "Crear y modelar emociones en robots".

Fidela Campiña y sus 60 nombres

CUENTO: MONTSE ROMÁN | ILUSTRACIÓN: PILAR VEGA

Hace muchos años, más de cien años, nació en un pueblo de Almería una niña a quien pusieron por nombre Fidela. En realidad, sus padres —Antonio Campiña y Josefa Ontiveros— le pusieron tres: Fidela Ana Eloísa. Pero, a decir verdad, Fidela tuvo 60 nombres.

¿60? ¡No puede ser!

No puede ser y sí pudo ser. Para llegar a los 60 nombres, hay que viajar al lugar donde juegan al escondite las noticias que un día fueron y ya no son: la hemeroteca. Y a veces, con suerte, con mucha suerte, ¡zas!, atrapas una foto. Las fotografías antiguas tienen poderes. Tú las miras y ellas te miran, y siempre te dicen cosas.

En una de esas fotos posa Fidela junto a sus padres y hermanos. Tiene seis años y ya vive en Madrid; es una niña vivaracha que sonríe con los ojos. Fidela era entonces la quinta de siete hermanos, y luego de ocho; y en todas las casas donde vivieron, entre el barrio de Malasaña y el de Chamberí, al entrar al portal, por entre la barandilla y las escaleras, a menudo se oía un piano.

Do, re, mi, fa, sol, la si; si, la, sol, fa, mi, re, do… Aquel piano era feliz porque los niños de esa casa, a medida que iban creciendo, aprendían música con él. Fidela estudió piano en el Real Conservatorio de Música y Declamación de Madrid. Y mientras tocaba, cantaba. Y cuando alguno de sus hermanos cantaba, ella lo acompañaba al piano. Y así, no se sabe muy bien cuándo, un día Fidela se dijo muy decidida:

—Voy a estudiar canto. ¡Yo lo que quiero es cantar!

¿En un coro? No, no. Qué va. Fidela quería ser la protagonista, la chica de la película. Ella quería ser todos y cada uno de los personajes a los que lograra atraer con su voz. Y convertirse en una princesa, una heroína, una sacerdotisa…

¡¿Solo con la voz?!

—¡Sí, sí, sí! —nos diría Fidela—. Porque todo es posible con música y acción.

Y así es y así fue. Fidela se llamó Turandot, se llamó Tosca, se llamó Norma, se llamó Gioconda, se llamó Aida. Y Leonora, Santuzza, Amelia, Dolores, Lina, Minnie, Isolda, Desdémona, Salomé… Y así hasta 60 nombres: todas las mujeres a las que Fidela dio vida sobre un escenario.

Fidela era soprano, la voz femenina más aguda y la protagonista de muchísimas óperas; pero también cantó personajes de mezzosoprano, que es una voz más grave: Carmen, Amneris, Azucena. Su potencia vocal era asombrosa y, cosa rara en su tiempo, era muy buena actriz.

La primera vez que cantó una ópera entera sobre un escenario fue en el Teatro Real de Madrid. ¿La veis? Sus ojos brillan. Dice una noticia revoltosa que hubieron de arreglarle el vestido porque le bailaba. Dice otra noticia cantarina que Fidela “pone su alma entera en lo que dice y canta”. Aquella noche fue Margarita de la ópera Mefistófeles. Era 1913. Tenía 19 años.

Tuvo tanto éxito en el personaje de Margarita, la aplaudieron tanto, que ya nunca dejó de cantar. En el Liceu de Barcelona, el Costanzi de Roma, el Colón de Buenos Aires, La Fenice de Venecia, el Coliseu dos Recreios de Lisboa, el Manhattan Opera House de Nueva York, el San Carlos de Nápoles, La Scala de Milán… Citar todos los teatros donde actuó sería muy largo de contar. Fidela es hoy casi una cantante de ópera desconocida, pero no hubo teatro lírico importante en Italia, España y América del Sur donde ella no cantara. Y en otros muchos teatros del mundo mundial.

Voz, música y acción. Fidela y sus personajes de ópera. Fidela y sus 60 nombres.

Y así fue como Fidela Campiña, pianista, música, cantante de ópera, con un carácter de armas tomar, dentro y fuera de la escena, se convirtió en una de las sopranos internacionales más relevantes del siglo xx.

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Fidela Campiña

Soprano dramática nacida en Tíjola (Almería) el 28 de enero de 1894. Entre 1913 y 1948 actuó, entre otros muchos, en todos los teatros líricos más importantes de Italia, España y América del Sur; en Estados Unidos, Francia, Holanda, Portugal... Falleció en Buenos Aires, su segunda patria, el 27 de diciembre de 1983. Italianizó su nombre y apellido. Como Fidelia Campigna consta en el universo de la ópera.

María Isidra de Guzmán, la Doctora de Alcalá

CUENTO: VIRGINIA HERNÁNDEZ | ILUSTRACIÓN: ISMAEL RECIO

Una tarde de junio, cuando ya puedes ir en manga corta sin que te digan “esa chaqueta, que vas a coger frío”, Cecilia iba con sus dos hermanos, Marcos y Álvaro, por el barrio de Cuatro Caminos, en Madrid. Mamá tenía que hacer unos recados y habían cogido el Metro. Una, dos, tres, cuatro… y hasta siete estaciones hasta llegar a su destino.

Las gestiones terminaron pronto y entraron a merendar en una cafetería. Cecilia se había fijado en el nombre de una calle: María de Guzmán.

“Tiene que ser alguien importante”, pensó, “seguro que es una gran pintora.”

Mamá, ¿quién es María de Guzmán?

—Cariño, bébete el Cola-Cao, que se te va a quedar frío. Tenemos que volver a casa, que hay que hacer los deberes.

A Cecilia le tocaba el turno del móvil. Entre sorbo y mordisco de tostada, le dijo al buscador: “María de Guzmán”. El teléfono le devolvió unas cuantas búsquedas. Pinchó en un enlace que le contó tantas cosas, que mamá volvió a la carga.

Cecilia, termina la merienda, que la tienes a medias.

Pero la niña seguía leyendo: María de Guzmán era una chica muy lista y se llamaba en verdad María Isidra. Su profesor, Antonio Almarza, le había enseñado tanto que dejaba asombrado al mismísimo rey, Carlos III. En aquellos años, solo los chicos iban a la universidad. Pero ella pudo ser la Doctora de Alcalá.

¿Alcalá?”, pensó Cecilia. “Allí viven los abuelos y los tíos.”

María Isidra tenía diecisiete años cuando el 5 de junio de 1785 respondió muy bien a todas las preguntas que le hicieron los profesores durante una hora y media. La gente aplaudió tanto que, al día siguiente, se celebró un banquete porque María Isidra había sacado unas notas altísimas y había conseguido el título de Doctora.

Mamá, ¿los doctores no son médicos? ¿María Isidra curaba?

Dame el móvil, Ceci, luego lo miramos. Chicos, ¿tenéis los billetes a mano?

De vuelta en casa, Cecilia cogió de nuevo el móvil.

¿Ya estás otra vez?, pero ¿qué estás mirando? preguntó mamá impaciente.

—Mamá, la Doctora de Alcalá no era médico, sino que sacó sobresaliente como catedrática de Filosofía. Hablaba varios idiomas y tenía una memoria de elefante.

—¿Ah sí?, vaya…—dijo sorprendida mamá—. Es muy interesante, cariño.

Cecilia, el móvil me toca a mí—anunció Álvaro.

No le toca a ninguno—resolvió mamá—. ¡A la ducha y a cenar!

Cecilia siguió pensando en María Isidra un rato más y se dijo: “Yo de mayor voy a ser pintora y mis cuadros se colgarán en todos los museos”.

Y así fue cómo la Doctora de Alcalá consiguió ser la primera española en conseguir este título universitario. En Alcalá de Henares, la ciudad donde logró su hazaña, hay un colegio y un instituto que toman prestado su nombre. Muchos niños saben así quién es María Isidra de Guzmán.

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María Isidra de Guzmán

Nacida en Madrid el 31 de octubre de 1767, María Isidra Quintina de Guzmán y de la Cerda, conocida como 'la doctora de Alcalá' fue la primera mujer que consiguió en España el título de doctor y de académico de la lengua.

Gloria Fuertes, la poeta

CUENTO: CHARO MARCOS | ILUSTRACIÓN: RAQUEL HERNANZ

Érase una vez una familia que, en vez de una niña, tuvo una poeta. La poeta se llamaba Gloria. A los tres años, Gloria aprendió a leer y enseguida escribió sus primeras poesías, aunque a su madre aquel lío de palabras no le gustaba nada:

—Gloria, deja esas tonterías y ponte a barrer la casa —le decía.

—Estaba doña Loba,

barriendo con su escoba,

la puerta de su guarida… —respondía ella. Alguna vez se ganó un bofetón.

La familia de Gloria era muy pobre. Tanto, que el primer libro que tuvo fue uno que se hizo ella misma: escribió los cuentos, dibujó las ilustraciones y cosió las páginas con hilo y aguja para unirlas entre sí y que no salieran volando. Tampoco había para juguetes. El primero fue una bicicleta que robó en el parque del Retiro y que le duró poquísimo porque los chicos de su barrio se la quitaron enseguida. Así aprendió que las cosas que uno consigue sin esfuerzo no sirven de nada.

Pero Gloria se esforzó. Se esforzó muchísimo. A los quince años leía sus poesías en la radio y poco después, empezó a publicarlas en periódicos y revistas. Pero entonces le pilló la guerra. Quiso ir a pararla, pero como no la dejaron, decidió escribir poemas que la contaran y que contaran también su vida y la de otras muchachas que, como ella, crecieron en una España partida por la mitad.

Apenas fue a la escuela, pero se preparó y consiguió un título y un trabajo de secretaria en una oficina para ser una mujer independiente. Y mientras tecleaba en su escritorio, mandaba cartas y cumplía con su obligación, a ratos, o de noche, seguía inventando versos llenos de emoción, de tristeza, de amor, y de humor.

Gloria era delgada y algo enfermiza, pero poco a poco se convirtió en una mujer enorme: su cuerpo tuvo que crecer mucho para que dentro le cupiera el corazón, que era más grande que ella.

Gloria la poeta se puso pantalón y una corbata y se paseó por todo Madrid en una moto saludando a los escritores de la época, que la respetaban un montón. Empezó a estudiar inglés, se echó una novia a la que quiso muchísimo, el amor de su vida. Se fue a Estados Unidos y se hizo hippy y pacifista y, aunque nunca fue a la universidad, llegó a enseñar poesía en una de ellas.

Y resulta que Gloria, además de escribir poesías para los mayores, inventó también un sinfín de poemas para los pequeños, porque como ella siempre decía:

—A los poetas les pasa lo mismo que a los niños de dos años: son muy buenos, pero no se les entiende nada.

Así que, cuando volvió a España, se convirtió en una estrella gracias a ellos. Gloria leía por la tele sus poemas y los niños de toda España la escuchaban boquiabiertos mientras se tomaban la merienda, porque aquella señora de pelo blanco y muy corto les contaba cosas de la vida como si fueran adultos y no les hablaba como si se hubiesen quedado tontos.

Se sentaba frente a una mesa camilla o en una enorme butaca, abría sus libros y, a través del televisor, enseñaba a los niños a soñar y, mientras les hacía reír, llenaba sus cabecitas de pensamientos y emociones que sus padres ni siquiera sabían que entendían.

También iba a verlos a sus pueblos y ellos acudían entusiasmados para que Gloria les contara una y otra vez la historia de cuando nació, la de La gata chundarata y la de La oca loca y para que les enseñara con sus palabras cómo dibujarlo todo.

Un día de noviembre, cuando tenía ochenta y un años, Gloria no se despertó. Entonces, sus amigos se reunieron en su casa y descubrieron que la poeta había ganado mucho dinero escribiendo y leyendo sus poemas. Y resulta que, la muy cuca, había dejado dicho que toda esa fortuna había que llevarla a La Ciudad de los Muchachos, que es un lugar en el que cuidan a niños y niñas que no tienen dinero o que se han quedado sin papás. Esa fue su forma de devolverles todo el cariño que los pequeños le habían dado.

Y así fue como Gloria Fuertes, con el viento en contra, se convirtió en una de las grandes poetas de la España de los años 50 y todo un icono para más de una generación de niños y niñas que, gracias a ella, aprendieron a soñar mientras rimaban sus palabras.

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GLORIA FUERTES

Nacida en Madrid el 28 de julio de 1917, Gloria Fuertes fue una poeta ligada al movimiento literario de la Primera generación de posguerra, que la crítica ha unido a la Generación del 50​​ y al movimiento poético denominado postismo. Fue un personaje muy popular gracias a la poesía infantil, que la llevó a la televisión. Murió en Madrid el 27 de noviembre de 1998.