Cecilia Böhl de Faber, la escritora que
perdió su nombre

CUENTO: CARMEN MORILLO | ILUSTRACIÓN: LUCÍA SALABERRI

María era nueva en el cole. Su madre había encontrado un nuevo trabajo en otra ciudad y no les quedó más remedio que mudarse ¡otra vez! Valiente rollo. Menos mal que de camino a la escuela había visto una fantástica pista de skate. Ya le salía el shove-it y soñaba con aprender los melongrap de Javi. En unos días, podría ir con su tabla por el carril-bici… Y ese pensamiento la hizo sonreír.

Al entrar en el aula acompañada por la profesora, notó el peso de todos aquellos ojos mirándola con curiosidad.

—Os presento a María, vuestra nueva compañera —dijo la profesora alzando la voz sobre el murmullo, al tiempo que señalaba un pupitre vacío— Vive muy cerca, en la calle Fernán Caballero, como algunos de vosotros. Hoy vamos a hablar un poco sobre esto: ¿Alguien puede decirme quién fue Fernán Caballero?

El aula quedó en silencio. ¿Sería un médico, un político, un abogado, un rey…? se preguntaban unos y otros sin atreverse a hablar.

—Bien, —continuó la profesora— después del recreo, iremos a la biblioteca del colegio para buscar en grupos información sobre este personaje histórico. Creo que os vais a llevar una gran sorpresa. Ahora, sacad el libro de matemáticas y abridlo por la página 15…

Cuando regresaron de la biblioteca, la profe se cruzó de brazos…

—Y bien, ¿qué podéis contarme ahora de Fernán Caballero?

Germán rompió el hielo para explicar que, en realidad, era una escritora del siglo XIX llamada Cecilia Böhl de Faber, que había vivido en muchas partes del mundo, pero sobre todo en Cádiz y Sevilla, donde murió con más de ochenta años.

—Sí, nació en Suiza y vivió en Alemania. Llegó a España con diecisiete años.

—Y ¡Hablaba varios idiomas y, siendo muy joven, publicaba sus novelas en los periódicos! ¡Su vida parece sacada de una de sus novelas! —exclamó Rocío, a quien le parecía genial que viviese rodeada de flores, gatos y pájaros, escribiendo mientras se atiborraba de dulces.

—Era muy observadora, escribía con un estilo totalmente nuevo sobre la gente y las cosas que le rodeaban, reflejaba cómo hablaban y se comportaban los españoles de la época y sus costumbres… No le hacía ni pizca de gracia que el progreso acabase con las tradiciones —afirmó una elocuente Julia.

Paula había descubierto que, durante muchísimo tiempo, se consideró que la literatura era cosa de hombres y que, para que las tomasen en serio, las escritoras adoptaban nombres masculinos. Cecilia eligió el de un pueblo manchego y, ocultando su verdadera identidad, consiguió hacerse famosa.

María levantó la mano con timidez. Pensaba en sí misma, casi siempre la única niña en la pista de skate:

—Es muy injusto —dijo— que el nombre de una escritora tan importante se haya perdido y ahora solo se recuerde su seudónimo. Propongo pedir al Ayuntamiento que cambie el nombre de la calle y que junto a Fernán Caballero figure también el de Cecilia Böhl de Faber.

Se hizo el silencio. Todos miraban a María fijamente. De pronto, alguien de entre todos aquellos compañeros empezó a aplaudir y entonces, toda la clase aplaudió con entusiasmo.

Y así fue como, tras un nombre masculino, Cecilia Böhl de Faber se convirtió en una escritora clave que contribuyó a renovar el arte de novelar, que había perdido el brillo que tuvo en la Edad de Oro de la literatura, y abrió camino a la gran novela española del siglo xix.

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Cecilia Böhl de Faber

Cecilia era el nombre real de la escritora que se escondía bajo el pseudónimo de Fernán Caballero. Nacida en Suiza (hija del cónsul español) en 1796, fue pionera de la novela realista en nuestro país y La Gaviota, publicada en 1849, inaugura un ciclo narrativo que abrirá el paso a la gran novela española de la segunda mitad del siglo XIX.

Josefa de Óbidos, la pintora que cambió el Barroco

CUENTO: LORETO SÁNCHEZ | ILUSTRACIÓN: SARAH HUNT

Un día, a mediados del siglo XVII, nació en Sevilla un bebé llamado Josefa de Óbidos. Su padre era pintor barroco oficial de los cristos, santos y vírgenes, el que los dibujaba en cuadros para que el resto del mundo pudiese verlos.

Trabajaba todas las mañanas y como Josefa no tenía permitido ir al colegio, la llevó con él a su taller y le presentó a todos aquellos cristos y santos de sus cuadros. También le dio un pincel y un lienzo para que los pintara y se los enseñara a sus amigos, aunque con una única condición: solo podía pintar si antes le había pedido permiso.

Cuando el padre de Josefa los miraba, los cristos y los santos siempre lloraban, ponían cara de dolor, como si les hubiesen hecho daño. Pero cuando los miraba Josefa, todos sonreían y le devolvían la mirada con los ojos muy abiertos y con los mofletes sonrojados y regordetes. Así que empezó a pintarlos así, contentos y felices.

Y lo hacía tan bien, con un estilo tan original, que cuando Josefa se hizo mayor, su padre decidió permitirle pintar sola, cuando ella quisiera, sin que tuviera que pedirle permiso antes. Entonces, Josefa se convirtió en la primera chica que pudo pintar sin tener que rendir cuentas ante un hombre. Podía ir a la tienda sola a comprar su propio material y le pagaban a ella por sus  cuadros.

Los lienzos que pintaba eran mucho más bonitos cuando los dioses aparecían retratados gorditos y contentos así que todo el mundo quería que Josefa le vendiera un cuadro. Como ganaba mucho dinero con sus originales cuadros, se llevó a vivir con ella a sus sobrinas y también les enseñó a pintar.

Durante muchos años, Josefa pintó centenares de cuadros y cuando se murió les dejó todo su dinero a sus sobrinas, aunque con una única condición: les hizo prometer que su herencia nunca llegara a manos de ningún hombre. Su fortuna sería solo para las mujeres.

—Porque con ese dinero conseguirán educarse y aprender como ahora lo hacen los chicos —les dijo.

Y así fue como Josefa de Óbidos, con un talento y un estilo muy personales, se convirtió en la pintora barroca más importante y en una de las poquísimas mujeres que no solo lograron ganarse la vida ejerciendo el oficio de pintora, sino que se hicieron ricas y respetadas gracias a él.

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Josefa de Óbidos

Nacida en 1630 en Sevilla como Josefa de Ayala Figueira, Josefa de Óbidos es la pintora más destacada de la segunda mitad del XVII portugués, y uno de los pocos casos de mujeres que destacaron en la pintura en toda la historia del arte universal de la edad moderna. Acaudalada (lo que le permitió crear a su antojo) y famosa, dotó al incipiente Barroco de un estilo único y rompió estereotipos. Vivió en Portugal e importó de España el gusto por el bodegón.

Irene Villa, saber que se puede

CUENTO: IRENE VILLA | ILUSTRACIÓN: PATRICIA BATALLER

Irene era una niña muy sonriente que iba saltando y corriendo a todas partes.

Aquella mañana se despertó de un brinco: iba a cumplir un sueño de jugar como pívot –tenía unas piernas muuuy largas– en un partido de baloncesto decisivo para la liga de su colegio.

Mientras desayunaba y pensaba en el partido, escuchó en la radio que había estallado una bomba en Madrid. Su madre trabajaba en una comisaría de Policía y, por aquella época, las comisarías podían ser objetivo de un grupo de desalmados que querían sembrar el terror y contagiar su odio a todos, aunque no les hubiesen hecho nada. Justo antes de subir al coche, Irene tuvo un presentimiento:

—¡Mamá! Nadie quiere hacernos daño, ¿verdad?
—Claro que no, hija. Sube al coche que vamos a llegar tarde y hoy es tu gran día.

En el primer semáforo, el coche saltó por los aires.

Irene se despertó en un hospital llena de tubos y máquinas que no paraban de emitir molestos pitidos, y lo primero que vio fue la cara de su padre. Pero no era la cara de siempre. Era otra llena de pánico y dolor.
—¿Qué ha pasado?, ¿dónde está mamá?
—Está bien, se la han llevado a otro hospital.

A Irene le costó muchísimo comprender que hubiera gente que quisiera hacer daño a personas a las que ni siquiera conocían. Y más aún, que tuviera que vivir el resto de su vida sin sus piernas. Tenía doce años y el tiempo se paró para ella.

Pero al final, gracias a su madre, que también logró sobrevivir al atentado, aunque perdió un brazo y una pierna, Irene descubrió que seguir adelante y luchar por recuperar sus vidas era la única opción.

Así que estudió tres carreras y tuvo tres hijos. También aprendió a esquiar y, aunque las caídas fueron duras, llegó a competir en esquí adaptado y a ganar medallas en España y Francia.

Y así fue como Irene Villa comprendió que nadie puede hacerte daño, si tú no quieres, que para dejar de sufrir por lo que nadie puede cambiar es mejor perdonar, y que la vida es un auténtico regalo tan fugaz que no merece la pena enfadarse ni estar triste. Con su ejemplo de lucha y superación, Irene nos ha enseñado a todos que hay que saber que se puede y contagiar amor, esperanza y optimismo.  

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Irene Villa

Nacida en Madrid el 21 de noviembre de 1978, Irene Villa es periodista, escritora, psicóloga y esquiadora paralímpica. A los 12 años sufrió un grave atentado de la banda terrorista ETA en el que perdió las dos piernas y tres dedos de la mano izquierda. Su madre, que la llevaba al colegio, perdió una pierna y un brazo.

Ana Orantes, la persona que cambió nuestra manera de entender la violencia contra las mujeres

CUENTO: IRENE YÚFERA | ILUSTRACIÓN: NURIA RAMOS

—Mamá, ¿qué estás leyendo?

—Una noticia: le van a poner el nombre de Ana Orantes a una calle de Sevilla.

—¿Quién es Ana Orantes?

—Pues una mujer valiente que tuvo una historia muy triste.

—¿Por qué?, ¿acaba mal?

—Sí… bueno, no; de hecho, es una historia que todavía no tiene final. El final tendremos que ponérselo entre todos.

—Cuenta, mamá, cuéntame la historia de Ana Orantes.

—Ana Orantes nació en un pueblo de Granada y, con solo diecinueve años, se casó con un hombre que resultó ser un ogro. Tuvieron muchos hijos. Durante años, ella trató de protegerse y de proteger a sus hijos de los ataques de ese ogro. Trabajó en la casa y también fuera de casa cuando él perdió su trabajo. Sacó adelante a la familia, pero nada conseguía aplacar la violencia destructora del ogro. Seguía despreciándolos, atacándolos, lastimándolos.

—¿Y por qué no se separó de él?

—Lo intentó. Ana vio que necesitaba ayuda y acudió a la policía y a la justicia: denunció al ogro muchas veces y trató de separarse de él también en varias ocasiones. Pero las autoridades respondieron que lo que ella contaba eran peleas normales en una familia. Al final, logró divorciarse, pero el juez decidió que ella y sus hijos tenían que vivir en una de las plantas de la casa donde vivía el ogro.

—¡Pero así seguían en peligro!

—Sí, y por eso Ana decidió dar un paso más. Entendió que necesitaba mucha más ayuda para luchar contra la maldad del ogro y, con gran valentía, contó su historia a todo el mundo: la contó por televisión. Entonces, el ogro se enfureció y lanzó contra ella toda su rabia y su fuerza destructora.

Cuando se supo lo que el ogro le había hecho a Ana, las autoridades reaccionaron como si fuera un caso aislado, como si los ogros no fueran muchos y no trataran de pasar desapercibidos. Pero nosotras, todas las mujeres, entendimos que éramos como Ana: demasiado pequeñas para luchar solas contra la maldad de los ogros. Y empezamos a exigir cambios: que las leyes protejan nuestras vidas y nuestros derechos, que se reconozca que el de Ana no fue un caso excepcional, que se entienda que los ogros son los únicos culpables del sufrimiento de muchas mujeres y que entre todos tenemos que debilitarlos rechazándolos y condenando su violencia. Solo así, un día, la historia de Ana tendrá su final.

—Claro, mamá. Todos juntos tenemos que luchar contra esos ogros.

Y así fue como Ana Orantes, con su valiente testimonio, rompió el silencio acerca de la violencia que sufren muchas mujeres en la pareja y logró que entendiéramos que nos afecta a toda la sociedad.

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ANA ORANTES

Nacida en Granada el 6 de febrero de 1937​, Ana Orantes fue asesinada por su exmarido el 17 de diciembre de 1997. A los nueve años, Ana ya trabajaba como modista para ayudar a la familia, que tenía muy pocos recursos. A los 19 años se casó con José Parejo Avivar tras tres meses de noviazgo. Tuvo ocho hijos y sufrió cuarenta años de maltrato por parte de su marido. También sus hijos. Cuando, tras muchos esfuerzos consiguió separarse de él, la Justicia la obligó a compartir su casa con su agresor. Un año después, contó su calvario en Canal Sur. Él prometió vengarse y 13 días después, la mató.

María Luisa Cabañero, conquistadora de fuego, mar y aire

CUENTO: OLALLA CERNUDA | ILUSTRACIÓN: MIREIA CÓRCOLES

Dicen los libros de historia que la profesión de bombero es una de las más antiguas del mundo, y que ya las civilizaciones griegas y romanas formaban a personas para luchar contra el fuego. Pero dicen los libros de historia también que ésta, la de bombero, es una de las profesiones con menos mujeres.

María Luisa era una niña muy fuerte que siempre estaba corriendo y jugando por todas partes. Lo que más le gustaba en el mundo era hacer deporte, y el que más de todos, nadar. Lo hacía en la piscina de su pueblo, Puertollano, en Ciudad Real.

Cuando apenas tenía veinte años y daba clases en aquella piscina, no podía ni siquiera imaginar que su nombre iba a quedar para siempre ligado al de esas mujeres que se atrevieron a demostrar que las profesiones más peligrosas y duras del mundo son también cosa de chicas.

Un día, un compañero le contó que se iba a presentar a las pruebas para ser bombero y ella inmediatamente dijo:

—Pues yo también quiero. Así podré estar en forma y ayudar a los demás.

Las pruebas no eran sencillas, porque los bomberos tienen que ser fuertes, resistentes y demostrar que son capaces de nadar muy rápido, correr muy deprisa, subir escaleras con mucho peso encima o trepar por una cuerda. Pero eso a ella no le preocupaba. María Luisa sabía que podía hacerlo igual que sus compañeros.

—Esto lo paso yo—se dijo. Y dicho y hecho.

Después de superar las pruebas, y de seis meses de estudiar muy duro para aprender la profesión, aprobó con nota, y se convirtió así en la primera bombera que hubo en España. Y eligió, claro, ser bombera en el pueblo donde nació.

Desde hace treinta años, lucha contra el fuego exactamente igual que sus compañeros. Con los mismos turnos de trabajo, conduciendo el camión bomba para apagar incendios o manejando la pesada manguera.

Durante este tiempo, además de ser bombera, María Luisa ha seguido nadando. Pero no en una piscina, sino en mar abierto. Tenía un sueño: cruzar el Estrecho de Gibraltar a nado, ida y vuelta sin parar, 52 kilómetros brazada a brazada. Fue la primera persona en el mundo en lograrlo.

En los ratos libres que le deja su trabajo de bombera y la natación, María Luisa enseña a sus cuatro hijos a ser tan pioneros como ella. Por eso María, una de sus hijas, se dedica a surcar con su madre el cielo, convertidas las dos en pilotos de globos aerostáticos.

Y también intenta animar a otras mujeres que sueñan con ser bomberas. Por eso, cada vez hay más “Maria Luisas” en España, donde ya apenas quedan parques de bomberos que no tengan al menos una mujer en sus filas.

—Las mujeres podemos ser bomberas, policías, astronautas o lo que queramos—dice siempre—.

Y batir récords. Y soñar con retos que pensaban que solo los hombres podían conseguir.

 

Y así es como  María Luisa Cabañero ha llegado a conquistar los tres elementos fundamentales: fuego, agua y aire, convirtiéndose en la primera mujer bombero de España, en la primera en cruzar el Estrecho de Gibraltar a nado y una de las pocas mujeres piloto de globos aerostáticos.

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María Luisa Cabañero

Nacida en Puertollano, Ciudad Real, el 20 de agosto de 1966, fue la primera bombera española y es, además, una nadadora con varios récord Guiness y títulos mundiales.

Margarita Salas: la científica tenaz que sigue rompiendo barreras

CUENTO: EVA HERRERO DE LUCAS | ILUSTRACIÓN: ISABEL POZO MONTERO

Cuando la abuelita Isabel se sentaba en su hamaca para contar historias, sus nietos se arremolinaban a su alrededor. No faltaba ni el viejo perro del abuelo que siempre tenía frío y se acurrucaba a sus pies.

—Niños, ¿sabéis que en estas tierras asturianas han nacido personas muy importantes?

—Sí, ¡muchos! —respondieron los dos a la vez.

—¿Sabéis lo que son los premios Nobel?

—Sí, ya… eso nos lo cuentan en el cole… —respondió Jaime.

—Eso está muy bien. ¿Y sabéis que en Luarca, el pueblo marinero donde vais los domingos, nació una persona que llegó a conseguir uno?

—Ah sí, ¿quién? —preguntó Lucía.

—El científico Severo Ochoa. Pero no os mováis tanto que esta historia no va de un asturiano, sino de una asturiana muy pero que muy importante.

Un día Severo Ochoa fue a comer paella a casa de un primo suyo y allí conoció a Margarita Salas, la hija de su primo. La joven estudiante de Ciencias Químicas se quedó fascinada con los trabajos de investigación del primo de su padre y éste le prometió enviarle un libro. El libro llegó desde una ciudad muy lejana llamada Nueva York, que era donde vivía Severo Ochoa, y trataba sobre la biología molecular.

—¿Y eso qué es? —replicaron los niños a la vez.

—Ummm, es difícil de explicar—respondió la abuela— veréis, nosotros estamos formados por unas cosas muy pequeñas que se llaman células, pues bien, dentro de esas células aún hay cosas más pequeñas todavía que se llaman genes y que contienen nuestra información genética, o sea, lo que nos hace rubios, morenos, altos… la biología molecular estudia el material de estos genes, que se llama ADN.

Margarita leyó el libro de cabo a rabo y ya no tuvo dudas: decidió que sería científica y que se dedicaría a descubrir todos los secretos del ADN.

En la Facultad de Ciencias Químicas estudiaba mucho y trabajaba sin descanso en el laboratorio con sus tubos de ensayo y sus potingues y no lo tuvo nada fácil puesto que estaba en un mundo de hombres.

—Abuelita —interrumpió Lucía-—¿es que los hombres habían comprado el mundo?

La abuela sonrió.

—No mi vida, no lo habían comprado, pero en esos tiempos las mujeres no solían hacer carreras universitarias, sino que se quedaban en casa y cuidaban de su familia. Pero los padres de Margarita eran diferentes y quisieron que todos sus hijos estudiaran, sin importar si eran chicos o chicas.

Además, Margarita tuvo la suerte de enamorarse de un hombre maravilloso que se llamaba Eladio y también era un apasionado de la biología molecular. Margarita y Eladio se casaron y emprendieron juntos el camino de la vida y de la investigación científica.

Margarita hizo su tesis, no sin pocos obstáculos. Años después, su director de tesis reconoció que la primera vez que habló con la joven estudiante pensó: “Bah, una chica. Le daré un tema de trabajo sin interés, y si no lo saca adelante, no importa”.

Pero resultó que sí lo sacó adelante, y de forma brillante. Por eso, recibió una beca gracias a la cual el joven matrimonio se fue a Nueva York para trabajar en el laboratorio de Severo Ochoa.

En Nueva York, Margarita y Eladio vivieron unos años apasionantes, pero decidieron que querían llevar a su país todo lo que habían aprendido. Así que volvieron a España y Margarita empezó a dirigir un laboratorio.

—¿Qué es dirigir un laboratorio, abuelita? —preguntó Jaime.

—Es como ser la jefa, la que más mandaba en el laboratorio. Con ella trabajaba un grupo de científicos.

—Ah, ¿y era buena jefa? —insistió Jaime.

—Tan buena que entre todos descubrieron un montón de cosas importantes para que nosotros podamos vivir sanos. Y no solo se dedicó a ser la jefa del laboratorio, sino que enseñaba en la facultad, era profesora.

Y esta es, mis queridos niños, la historia de una asturiana luchadora y emprendedora que eligió una profesión en la que la mayoría eran hombres, pero que, a pesar de ello, siguió adelante hasta conseguir su sueño de ser una gran científica.

—¿Y ahora es una abuelita como tú? —preguntó Lucía.

—Sí, se ha ido haciendo mayor, claro —respondió la abuela entre risas—, pero continúa trabajando a diario en su laboratorio. Su siguiente sueño es seguir haciéndolo hasta cumplir por lo menos ¡cien años!

Y así es como Margarita Salas, gracias a su pasión por la ciencia, su tesón y su entrega, se ha convertido en pionera mundial en biología molecular y una autoridad en su campo, además de un referente fundamental para las mujeres científicas en España y en el mundo.

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Margarita Salas

Nacida en la localidad asturiana de Canero el 30 de noviembre de 1938, Margarita Salas Falgueras es bioquímica. Licenciada en Ciencias Químicas por la Universidad Complutense de Madrid, fue discípula de Severo Ochoa,​ con quien trabajó en los Estados Unidos. En la actualidad es profesora vinculada ad honorem del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). y desarrolla su trabajo en el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa de Madrid. También es académica de la RAE. En 2016 se convirtió en la primera mujer en recibir la Medalla Echegaray que concede la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales.

El arte en sus manos

CUENTO: BELÉN CHILOECHES | ILUSTRACIÓN: MYRIAM VARELA

Hace mucho, mucho tiempo, hace miles de años, durante la prehistoria, una niña vivía con su familia en unas cuevas cerca del mar, en lo que ahora conocemos como Cantabria.

Unos días eran más largos y otros más cortos, todavía el verano no tenía nombre, y tampoco lo tenía el invierno. Muchas cosas se iban inventado sobre la marcha.

Aquella familia era muy grande, era una tribu en la que todos trabajaban juntos y se cuidaban los unos a los otros. Todos los días, los miembros de la tribu cooperaban en equipo para conseguir comida. Los niños y niñas de la tribu ayudaban a los mayores a encender el fuego y a construir con piedras y huesos las herramientas que necesitaban para cazar, para pescar y para recolectar y transportar los alimentos.

Los días que no les tocaba cazar, a la niña y a su madre les gustaba pintar con trazos sencillos a los animales que veían. La madre enseñaba a su hija a fabricar pinturas con pigmentos naturales. Pintaban bisontes, caballos o ciervos. También dejaban las marcas de sus manos tocando las paredes, junto a los animales, como queriendo calmarles de la oscuridad de la cueva… sin saberlo, se habían convertido en las primeras artistas del mundo.

Una noche de tormenta, mientras la tribu descansaba de un largo día de trabajo, la niña se adentró hacia las profundidades de esa cueva, hasta un lugar al que nadie había llegado antes. Llevaba consigo los preciados pigmentos, eligió el lugar más bonito de aquella pared de roca, pintó su mano con pigmento y la extendió sobre la pared para que se quedara grabada como queriendo decir “Esta soy yo y aquí estoy”.

Un día, hubo un derrumbe en la cueva y la entrada quedó bloqueada. Aquella tribu tuvo que abandonarla y buscar otra cueva segura donde refugiarse. Así que, las pinturas y la huella de la niña quedaron sepultadas en su interior sin que nadie las viera durante mucho tiempo.

Tendría que ser otra niña la que, trece mil años después, las descubriera. Fue en un paseo con su padre por los alrededores de su casa, en una zona llamada Altamira. Se adentraron en una de las grietas que habían quedado al descubierto con el paso de los años y que daban acceso a la cueva.

Su padre le había contado que en aquellas cuevas habitaron las personas de la prehistoria. Y a la niña, que se llamaba María, le gustaba imaginar cómo debía ser la vida de los niños prehistóricos de los que hablaba su padre, haciendo fuego, sin cole y desayunando ricos filetes… estaba agotada del camino y decidió sentarse en el suelo a descansar. Al levantarse, de repente, vio el techo de la cueva:

—¡Mira, Papá! ¡Hay bueyes pintados!

Su padre soltó las piedras que llevaba en las manos, miró con ojos como platos al techo y las paredes de la cueva y se quedó sin palabras.

Después del descubrimiento de María, unos científicos dijeron que las pinturas de la cueva eran muy antiguas, del Paleolítico, y que algunas podían tener más de 36.000 años. También dijeron que como las escenas de los animales representaban la caza, los pintores debían haber sido los hombres que cazaban y vivían en las cuevas… nadie se fijó en que, junto a los animales, estaban también marcadas las manos de los artistas.

Tuvieron que pasar más años todavía hasta que alguien mirara bien aquellas manos y empezara a hacerse preguntas: ¿quién había dejado esas marcas?, ¿por qué estaban ahí?

Midieron los dedos, los volúmenes y las formas. Hicieron algoritmos y fotos, compararon mucho y al final de los estudios dijeron que estaban seguros de que la mayoría de las manos pintadas en la cueva eran manos de mujer y que una de ellas, la de menor tamaño que se encontraba en la zona más alejada de la entrada, tenía que ser de un niño… o de una niña.

Y así es como ha llegado hasta nosotros el legado de las mujeres que vivían entre rocas decoradas por ellas. Tenían las manos manchadas con carbón y pigmentos naturales y con esas mismas manos con las que cazaban y encendían el fuego, también acariciaban y protegían a sus hijos del paso del tiempo, del olvido y de las historias a medias.

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Las mujeres de Altamira

Los investigadores se han preguntado quiénes fueron los primeros artistas de la prehistoria y, pese a la creencia inicial de que las pinturas rupestres fueron realizadas por los hombres, un estudio reciente asegura que la mayoría de esas obras pictóricas fueron realizadas por mujeres.

Penélope Cruz, la primera actriz española en ganar un Óscar

CUENTO: MARÍA MOYA | ILUSTRACIÓN: RAÚL ARIAS

Penélope era una niña con nombre de canción que cada tarde, al salir del colegio, iba a la peluquería de su mamá en el barrio de Alcobendas, en Madrid. Allí pasaba el rato entre tintes, pelucas y pinzas, y esperaba a que su madre acabara el trabajo. Mientras, escuchaba a las clientas comentar entre ellas sus secretos y los de las demás, en una palabra: cotillear.

Cuando oía una de aquellas historias Penélope cerraba los ojos y se imaginaba que estaba en una película en la que ella era la protagonista de lo que aquellas señoras contaban.

—Ya está, Merche —decía su madre cuando acababa de peinar a la última clienta.

Penélope volvía a abrir los ojos, recogía sus cosas y regresaba a casa de la mano de su madre, deseando que al día siguiente pasara rápido el colegio y pudiera volver a su peluquería-cine de barrio.

Sus padres le habían puesto el nombre de su canción favorita, una del músico catalán Joan Manuel Serrat. Pero ella no quería que le sucediera como a la Penélope de la canción que, enamorada de un viajero, se pasó la vida esperándolo en la estación. No, ella no vería los trenes pasar, ella tenía un plan secreto para coger uno. Así que empezó a ir a clases de ballet y de interpretación.

Un día, cuando tenía trece años, se coló en un cine a ver una película para mayores de edad del famoso director Pedro Almodóvar llamada ¡Átame!

Salió del cine y ya no tenía dudas:

—Yo quiero ser actriz y hacer una película con Almodóvar.

Cerró de nuevo los ojos, como hacía de pequeña, y empezó a ver la película de su propia vida, en la que lograba grandes papeles y trabajaba con directores muy famosos: Bigas Luna, Fernando Trueba, Sergio Castellito, Woody Allen, ¡hasta su admirado Pedro Almodóvar! Penélope se visualizaba interpretando a mujeres con mucho carácter que parecían salidas de la peluquería de su madre.

Imaginó que se iba a vivir a Hollywood, en Estados Unidos, el lugar donde se hacen las películas que más gente ve en el mundo. Y soñó que la nominaban al Óscar a la mejor actriz y que el día de la ceremonia de entrega de los premios estaba sentada junto a su madre en un impresionante teatro vestida con un precioso vestido de alta costura esperando a que leyeran el nombre de la ganadora… ¡y que pronunciaban su nombre!

—And the Oscar goes to… ¡Penélope Cruz!

Y Penélope subía a aquel enorme escenario iluminado donde descubría que su sueño era real, que se había cumplido su plan secreto, que acababa de ser la primera española en ganar un Óscar por su maravilloso trabajo, en el que ella también conseguía que el público soñara.

Y así fue como Penélope Cruz, con mucho esfuerzo y dedicación, se convirtió en la primera actriz española en ganar un Óscar, además de muchos otros premios internacionales. Desde que debutó en el cine con veintidós años, ha trabajado en más de sesenta películas rodadas en español, italiano, inglés y francés. 

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Penélope Cruz

Nacida en la localidad madrileña de Alcobendas el 28 de abril de 1974, Penélope Cruz Sánchez es la actriz más internacional del panorama español. En el año 2006 fue nominada por primera vez a los Óscar por su papel en 'Volver', de Pedro Almodóvar; no lo consiguió entonces pero sí tres años después, cuando se convirtió en la primera actriz española en conseguir el Óscar como mejor actriz de reparto gracias a la película 'Vicky Cristina Barcelona' dirigida por Woody Allen. Ha trabajado en películas por todo el mundo y cuenta, además, con tres Premios Goya, un BAFTA y un David de Donatello, la Medalla al Mérito de las Bellas Artes y el César de Honor de la Academia francesa de Cine a toda su carrera.

Lola Cañamero, la entrenadora de robots inteligentes

CUENTO: RAFAELA CAMPANI | ILUSTRACIÓN: SARA RODRÍGUEZ CARO

Lola era una niña muy muy curiosa. Creció en un pequeño pueblecito de Segovia, muy cerca de arroyos y montes donde se pasaba horas y horas observando los animales.

—Papá, ¿por qué los perros mueven la cola cuando están contentos? ¿Por qué canta el gallo cuando sale el sol? ¿Por qué los pájaros salen volando cuando me acerco a ellos? ¿Por qué los animales no hablan como yo?

El mundo le parecía un lugar fantástico lleno de maravillas por descubrir y Lola se hacía preguntas que casi nadie se hacía y que muy pocos sabían responder.

Por suerte, el papá y la mamá de Lola eran maestros, así que animaban a la pequeña a seguir haciendo preguntas y le enseñaban libros donde podía buscar las respuestas.

—¿Puedo ir a clase contigo hoy? —le preguntaba a su madre.

Le encantaba estar en las aulas mucho antes de cumplir los años para ir al cole, y a menudo se escapaba a la biblioteca para ver las fotos y dibujos de los animales.

—¡Cuando sea mayor voy a ser bióloga, mamá! —decía la niña amante de los animales y de los libros.

Lola creció y la idea de ser bióloga se quedó pequeña en sus sueños. No solo le interesaban los animales, cada vez era más curiosa y se hacía más preguntas:

—¡Quiero entender el mundo, a las personas! ¿Por qué sonreímos cuando estamos contentos y lloramos si nos ponemos tristes? ¿Qué son las emociones? ¿Para qué sirven? ¿Y la inteligencia?

Así que decidió estudiar filosofía en la universidad, una carrera que le permitiría encontrar las respuestas a todas aquellas preguntas… tenía tantas ganas de entender cómo pensamos que se puso a investigar sobre filosofía de la mente.

Un día cayó en sus manos un libro que trataba de un tema extraño: la inteligencia de las máquinas. Como era algo muy nuevo, a Lola enseguida le encantó.

—¡Quiero saber cómo la inteligencia artificial puede ayudar a imitar el pensamiento y las emociones humanas! ¡Voy a enseñar a los ordenadores a pensar!

 

 

Preparó su maleta y voló a París a estudiar sistemas informáticos. Ahí fue cuando conoció al experto Yves Kodratoff:

—Lola, debes perseguir tus sueños, luchar. No te atasques —decía su director de tesis cuando la veía despistada.

Sabía que Lola era una chica muy lista y que podría conseguir lo que se proponía. Confiaba en Lola, con su capacidad y curiosidad llegaría muy lejos.

Y así fue. Lola conoció el mundo de los robots, empezó a estudiar robótica y se doctoró en ciencia computacional. Entonces fue cuando se hizo la gran pregunta:

—¿Se puede enseñar a los robots a pensar y a emocionarse como lo hacemos las personas?

La respuesta a esta pregunta es “Sí”. Hoy, Lola es una científica que enseña emociones a robots para que tomen decisiones por sí solos. Creó a Nao, el primer robot capaz de demostrar sentimientos; Nao se pone triste, contento o siente miedo y busca un abrazo de consuelo o una sonrisa de complicidad.

Lola lo logró inspirándose en los animales que observaba cuando era pequeña y también fijándose en los niños humanos.

Y así es como Lola Cañamero ha conseguido dar respuesta a nuevas preguntas y se ha convertido en una científica que enseña a los robots a conmoverse y comportarse como lo hacemos los humanos.

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Lola Cañamero

Lola Cañamero Matesanz es científica. Doctora en Filosofía, es especialista en Inteligencia Artificial y estudia el comportamiento emocional de los robots. Es profesora en The School of Computers Science' de la Universidad de Hertfordshire, en Londres, donde dirige la investigación "Crear y modelar emociones en robots".

Fidela Campiña y sus 60 nombres

CUENTO: MONTSE ROMÁN | ILUSTRACIÓN: PILAR VEGA

Hace muchos años, más de cien años, nació en un pueblo de Almería una niña a quien pusieron por nombre Fidela. En realidad, sus padres —Antonio Campiña y Josefa Ontiveros— le pusieron tres: Fidela Ana Eloísa. Pero, a decir verdad, Fidela tuvo 60 nombres.

¿60? ¡No puede ser!

No puede ser y sí pudo ser. Para llegar a los 60 nombres, hay que viajar al lugar donde juegan al escondite las noticias que un día fueron y ya no son: la hemeroteca. Y a veces, con suerte, con mucha suerte, ¡zas!, atrapas una foto. Las fotografías antiguas tienen poderes. Tú las miras y ellas te miran, y siempre te dicen cosas.

En una de esas fotos posa Fidela junto a sus padres y hermanos. Tiene seis años y ya vive en Madrid; es una niña vivaracha que sonríe con los ojos. Fidela era entonces la quinta de siete hermanos, y luego de ocho; y en todas las casas donde vivieron, entre el barrio de Malasaña y el de Chamberí, al entrar al portal, por entre la barandilla y las escaleras, a menudo se oía un piano.

Do, re, mi, fa, sol, la si; si, la, sol, fa, mi, re, do… Aquel piano era feliz porque los niños de esa casa, a medida que iban creciendo, aprendían música con él. Fidela estudió piano en el Real Conservatorio de Música y Declamación de Madrid. Y mientras tocaba, cantaba. Y cuando alguno de sus hermanos cantaba, ella lo acompañaba al piano. Y así, no se sabe muy bien cuándo, un día Fidela se dijo muy decidida:

—Voy a estudiar canto. ¡Yo lo que quiero es cantar!

¿En un coro? No, no. Qué va. Fidela quería ser la protagonista, la chica de la película. Ella quería ser todos y cada uno de los personajes a los que lograra atraer con su voz. Y convertirse en una princesa, una heroína, una sacerdotisa…

¡¿Solo con la voz?!

—¡Sí, sí, sí! —nos diría Fidela—. Porque todo es posible con música y acción.

Y así es y así fue. Fidela se llamó Turandot, se llamó Tosca, se llamó Norma, se llamó Gioconda, se llamó Aida. Y Leonora, Santuzza, Amelia, Dolores, Lina, Minnie, Isolda, Desdémona, Salomé… Y así hasta 60 nombres: todas las mujeres a las que Fidela dio vida sobre un escenario.

Fidela era soprano, la voz femenina más aguda y la protagonista de muchísimas óperas; pero también cantó personajes de mezzosoprano, que es una voz más grave: Carmen, Amneris, Azucena. Su potencia vocal era asombrosa y, cosa rara en su tiempo, era muy buena actriz.

La primera vez que cantó una ópera entera sobre un escenario fue en el Teatro Real de Madrid. ¿La veis? Sus ojos brillan. Dice una noticia revoltosa que hubieron de arreglarle el vestido porque le bailaba. Dice otra noticia cantarina que Fidela “pone su alma entera en lo que dice y canta”. Aquella noche fue Margarita de la ópera Mefistófeles. Era 1913. Tenía 19 años.

Tuvo tanto éxito en el personaje de Margarita, la aplaudieron tanto, que ya nunca dejó de cantar. En el Liceu de Barcelona, el Costanzi de Roma, el Colón de Buenos Aires, La Fenice de Venecia, el Coliseu dos Recreios de Lisboa, el Manhattan Opera House de Nueva York, el San Carlos de Nápoles, La Scala de Milán… Citar todos los teatros donde actuó sería muy largo de contar. Fidela es hoy casi una cantante de ópera desconocida, pero no hubo teatro lírico importante en Italia, España y América del Sur donde ella no cantara. Y en otros muchos teatros del mundo mundial.

Voz, música y acción. Fidela y sus personajes de ópera. Fidela y sus 60 nombres.

Y así fue como Fidela Campiña, pianista, música, cantante de ópera, con un carácter de armas tomar, dentro y fuera de la escena, se convirtió en una de las sopranos internacionales más relevantes del siglo xx.

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Fidela Campiña

Soprano dramática nacida en Tíjola (Almería) el 28 de enero de 1894. Entre 1913 y 1948 actuó, entre otros muchos, en todos los teatros líricos más importantes de Italia, España y América del Sur; en Estados Unidos, Francia, Holanda, Portugal... Falleció en Buenos Aires, su segunda patria, el 27 de diciembre de 1983. Italianizó su nombre y apellido. Como Fidelia Campigna consta en el universo de la ópera.